miércoles, 2 de agosto de 2017

"Masista", palabrota al uso



Si bien la idea anduvo rondando por mi cabeza desde hace algún tiempo, no fue sino hasta leer, hace un par de días, el artículo firmado por Kristin Wong en el New York Times, En defensa de las groserías, que decidí ponerle pluma.

La articulista menciona que en el libro The Stuff of Thought, su autor, Steven Pinker, profesor de Harvard, enumeró algunas nuevas funciones de las groserías. “Hay palabras enfáticas, por ejemplo, cuando se quiere resaltar algo, y palabrotas usadas como disfemismos para expresar opiniones de manera provocativa”, apunta.

Mencionando a otro autor, Bergen, anota que “aunque decir malas palabras es en gran medida algo inocuo, las injurias o insultos son un excepción. Hay claros beneficios cuando se usan groserías, pero cuando van dirigidas a un grupo demográfico, pueden producir prejuicios”.

Acabo las citas con la de Jay, quien advierte que “la gente también percibe a aquellos que usan palabrotas como más honestos”, la idea –dice- es que “los mentirosos necesitan usar más su cerebro y requieren más tiempo para pensar e inventar mentiras, recordarlas o, simplemente, evitar decir la verdad. En cambio, los que suelen decir la verdad van al grano más rápido, lo que puede implicar hablar impulsivamente y sin filtro”.

Hace unos tres años, fui casual testigo de un hecho –para mí, sin importancia en ese momento-: dentro de un almacén, un comprador que quiso pasarse de vivo fue descubierto en falta por el cajero; al verse en evidencia, el sujeto intentó maquinar una serie de explicaciones a su intento de engaño, siendo obligado, finalmente, por aquel a devolver toda la mercancía excedentaria que pretendía llevarse sin pagar –dicho en buen cristiano, se la estaba robando-. ¡Cuánta sería la bronca del cajero que cuando el frustrado ladrón salía del lugar con el rabo entre las piernas, le espetó un sonoro “¡masista!” que parecía salido del fondo de su alma! Pensé entonces –insisto- que se trataba de un hecho aislado, pero, con algo de atención, fui atestiguando o me fueron contando sobre escenas similares más o menos recurrentemente.

El último que me contaron trata del clásico conflicto entre un pasajero y un conductor de radiotaxi. No me extiendo en detalles, pero el asunto acabó a la manera del anterior: el pasajero vociferando “¡masista!” al chofer abusivo. Podría suponerse que estas sobrerreaccioes sólo ocurren en La Paz, por el clima de rabia contra el régimen que está a la orden del día, pero en recientes viajes he escuchado tal adjetivo en sentido despectivo a cada paso.

No es difícil deducir que una carga negativa se ha ido adhiriendo al término que inicialmente –denotativamente- se refiere al militante o simpatizante de un partido político. El resto tiene que ver con las connotaciones adquiridas merced a su empleo asociado al comportamiento de ciertos personajes de tal tienda en función de gobierno. Así pues, “masista” puede contener “corrupto”, “abusivo”, “mentiroso”, “narco”, “dictador”, “ladrón”, “caradura”, y un largo etcétera de vocablos en dicha línea.


Mire nomás este cóctel y dígame si no hay algo de razón para que suceda tal cosa: Romer Gutiérrez (100 kilos de cocaína), Papelbol (sobreprecio), avión presidencial (comprado al doble de su precio comercial), Catering BoA (tráfico de influencias), Planta de Bulo Bulo (pésima ubicación, sobreprecio), Taladros YPFB (escándalo de proporciones), Fondioc (el hecho de corrupción más grande de la historia del país), Satélite (compra directa), persecución, manipulación de la justicia, varias quiebras a consecuencia del Estado jugando a ser empresario, Canal 7 (compras fraudulentas), palacios insultantes, museo del ego, canchas y mercados sin uso… todo “a lo masista”.

1 comentario:

Julio Aliaga Lairana dijo...

Como siempre, soberbio texto. Inigualable. Nadie lo podría expresar mejor