Si bien la idea anduvo rondando por mi cabeza desde hace algún tiempo, no fue sino hasta leer, hace un par de días, el artículo firmado por Kristin Wong en el New York Times, En defensa de las groserías, que decidí ponerle pluma.
La articulista menciona que en el libro The Stuff of Thought, su autor, Steven
Pinker, profesor de Harvard, enumeró algunas nuevas funciones de las groserías.
“Hay palabras enfáticas, por ejemplo, cuando se quiere resaltar algo, y
palabrotas usadas como disfemismos para expresar opiniones de manera
provocativa”, apunta.
Mencionando a otro autor, Bergen, anota que “aunque decir
malas palabras es en gran medida algo inocuo, las injurias o insultos son un
excepción. Hay claros beneficios cuando se usan groserías, pero cuando van
dirigidas a un grupo demográfico, pueden producir prejuicios”.
Acabo las citas con la de Jay, quien advierte que “la
gente también percibe a aquellos que usan palabrotas como más honestos”, la
idea –dice- es que “los mentirosos necesitan usar más su cerebro y requieren
más tiempo para pensar e inventar mentiras, recordarlas o, simplemente, evitar
decir la verdad. En cambio, los que suelen decir la verdad van al grano más
rápido, lo que puede implicar hablar impulsivamente y sin filtro”.
Hace unos tres años, fui casual testigo de un hecho –para
mí, sin importancia en ese momento-: dentro de un almacén, un comprador que
quiso pasarse de vivo fue descubierto en falta por el cajero; al verse en
evidencia, el sujeto intentó maquinar una serie de explicaciones a su intento
de engaño, siendo obligado, finalmente, por aquel a devolver toda la mercancía
excedentaria que pretendía llevarse sin pagar –dicho en buen cristiano, se la
estaba robando-. ¡Cuánta sería la bronca del cajero que cuando el frustrado
ladrón salía del lugar con el rabo entre las piernas, le espetó un sonoro
“¡masista!” que parecía salido del fondo de su alma! Pensé entonces –insisto-
que se trataba de un hecho aislado, pero, con algo de atención, fui
atestiguando o me fueron contando sobre escenas similares más o menos
recurrentemente.
El último que me contaron trata del clásico conflicto
entre un pasajero y un conductor de radiotaxi. No me extiendo en detalles, pero
el asunto acabó a la manera del anterior: el pasajero vociferando “¡masista!”
al chofer abusivo. Podría suponerse que estas sobrerreaccioes sólo ocurren en
La Paz, por el clima de rabia contra el régimen que está a la orden del día,
pero en recientes viajes he escuchado tal adjetivo en sentido despectivo a cada
paso.
No es difícil deducir que una carga negativa se ha ido
adhiriendo al término que inicialmente –denotativamente- se refiere al
militante o simpatizante de un partido político. El resto tiene que ver con las
connotaciones adquiridas merced a su empleo asociado al comportamiento de
ciertos personajes de tal tienda en función de gobierno. Así pues, “masista”
puede contener “corrupto”, “abusivo”, “mentiroso”, “narco”, “dictador”, “ladrón”,
“caradura”, y un largo etcétera de vocablos en dicha línea.
Mire nomás este cóctel y dígame si no hay algo de razón para
que suceda tal cosa: Romer Gutiérrez (100 kilos de cocaína), Papelbol
(sobreprecio), avión presidencial (comprado al doble de su precio comercial),
Catering BoA (tráfico de influencias), Planta de Bulo Bulo (pésima ubicación,
sobreprecio), Taladros YPFB (escándalo de proporciones), Fondioc (el hecho de
corrupción más grande de la historia del país), Satélite (compra directa),
persecución, manipulación de la justicia, varias quiebras a consecuencia del Estado
jugando a ser empresario, Canal 7 (compras fraudulentas), palacios insultantes,
museo del ego, canchas y mercados sin uso… todo “a lo masista”.
1 comentario:
Como siempre, soberbio texto. Inigualable. Nadie lo podría expresar mejor
Publicar un comentario