jueves, 21 de junio de 2018

Tiempo de sanción social




En un Estado de Derecho, vale decir, para el caso, aquel en el cual la justicia es independiente del poder político, las sanciones contra éste se administran por la vía jurídica. Pero cuando el poder judicial es controlado por aquel, y la sociedad se siente inerme ante la impunidad con la que regodean los operadores de un régimen corporativizado en función de evitar ser juzgado por conducto regular, surge el fenómeno denominado “sanción social” que, sin poseer fuerza punitiva, sí tiene carácter testimonial y poder moral.

La ciudadanía, para llegar a esa manera de expresar su repudio por las acciones cometidas por los poderosos de la política de turno, debe haber agotado las instancias jurídicas formales en su afán de hacer valer sus derechos.

Pero ante la oclusión de tales vías por parte del Estado, la gente recurre a formas más expeditas de manifestarlo. Surge así, ahora sin entrecomillado, la sanción social, como ha nacido por estos días con hechos que han dejado desconcertados a quienes han sido objeto de la misma: el Presidente, el Vicepresidente y el Defensor del Pueblo. Autoridades de menor visibilidad han sentido también, en carne propia, la repulsa a sus personas proveniente de la sociedad.

El fenómeno, que tiende a crecer, se ha presentado tardíamente en nuestro medio dada la extrema tolerancia con la que la ciudadanía soporta toda clase de abusos ejercidos desde el poder. La gota que colmó su paciencia fue la trastada del régimen contra la voluntad popular expresada el 21 de febrero de 2016 que puso coto a la ambición del régimen de perpetuarse en el poder. Aduciendo un supuesto derecho humano, los jerarcas del régimen desoyen al soberano con la venia de un Tribunal Constitucional sumiso a sus designios.

El primer gran gesto de sanción social ocurrió durante la inauguración de los administrativamente, más no deportivamente, cuestionados Juegos Odesur, con lo que pasó a conocerse como el “Caprilazo” (por haber ocurrido en el estadio Capriles). La silbatina generalizada cohibió a Morales Ayma de emitir el discurso inaugural, optando éste por una humillante escapada.

El Doctor García no la está pasando mejor. No hay lugar en el país en el que un estudiante no le interrumpa el discurso o lo incomode con preguntas inteligentes. El “Bolivia dijo No” lo persigue doquiera se encuentre. En un arranque de desconcierto ha confesado que la situación le “da rabia”, lo que no puede ser sino una buena noticia para los demócratas del país; si bien, por lo pronto, personajes como el susodicho no irán a parar a prisión, por lo menos sienten el repudio de la ciudadanía: de eso se trata la aplicación de la sanción social.

Sin embargo, ha sido el remedo de defensor del pueblo que tenemos –el rastrero más grotesco de la política local- quien ha recibido la más directa sanción social en el reciente periodo. Lejos de ayudarlo, la bochornosa reacción de su esposa lo ha puesto en una situación aún más incómoda.

Intentando zafarse del ridículo, este operador del régimen ha salido con que los derechistas le tienen envidia por ser marxista. Si alguien me ayudase a desentrañar tan lúcido concepto se lo agradeceré de corazón; realmente me supera.

Ahora bien, estas acciones ciudadanas se darán de manera cada vez más espontánea y se multiplicarán en tanto el régimen persista en desconocer el resultado del 21F.

El tiempo de la sanción social ha llegado. Que los operadores del régimen vayan entendiendo que no podrán salir a la calle sin recibir un gesto de repudio mientras continúen irrespetando al soberano. Bolivia dijo NO.


domingo, 17 de junio de 2018

Lanzar la canica (y esconder la mano)




El título de esta columna tiene un componente literal y otro figurado. Se refiere, en lo inmediato, a los recientes hechos suscitados a raíz de una demanda presupuestaria de la Universidad Pública de El Alto (UPEA) que derivaron en la muerte de un estudiante, ocurrida en momentos los que él y sus compañeros de protesta se replegaban luego de participar en las movilizaciones organizadas para expresar su reclamo. La circunstancia en la que el ahora fallecido joven fue alcanzado por el disparo de la canica que le quitó la vida es ya un acto de la más grave violación al derecho a la vida; no ocurrió en un momento de enfrentamiento –incluso si así hubiera sido, seguiría siendo algo absolutamente condenable, una desproporción en la contención de una manifestación-.

¿Cómo pudo un pedido de tal naturaleza desembocar en un asesinato cometido por el Estado en contra de un ciudadano? Fíjese que la solicitud misma de la UPEA no acaba de convencerme dada su dosis de irracionalidad, pero el deber de un Estado democrático es establecer una negociación en la que, con argumentos, se delimiten las posibilidades de atenderla. Negarla de entrada sólo contribuye a exacerbar los ánimos de la parte demandante.

Pero más atroz aún es la actuación del ministro a cargo de la seguridad del Estado quien, con el cadáver todavía tibio del universitario, se lance a asegurar que fueron sus propios compañeros de estudios quienes le dispararon esos proyectiles de vidrio que en nuestros juegos de infancia llamábamos “canicas”. Ese servidor público amenazó públicamente con seguir proceso a quienes pusieran en duda esa peregrina explicación que, aseguró, tenía una base científica.

Tal base nunca fue expuesta dado que la versión del funcionario terminó cayéndose por su propia insostenibilidad. Ese momento correspondía la inmediata renuncia de dicho sujeto quien, en cambio, insincera disculpa previa, ofreció la cabeza de un pelele a quien le echó toda la responsabilidad del crimen: un policía de baja graduación que, según el titular de la cartera de Gobierno, actuó por cuenta propia –por el gusto de matar, digamos-.
Hasta aquí lo literal. Pero, vaya casualidad, resulta que esta manera de zafarse de las responsabilidades –de no asumirlas- ha sido una constante en lo que va de la administración gubernamental durante los últimos 12 años.

La Calancha, El Porvenir –ambos casos con saldo mortal- o Chaparina, por mencionar tres hechos infaustos, tienen en común que el régimen se desentiende de su responsabilidad en los mismos y, lo peor del asunto, acaba por “superarlos” sin un mínimo de cargo de conciencia. Además de las ya trilladas atribuciones a otros –“la derecha”, “el imperio”, “los neoliberales”- de sus propios crímenes, se han escuchado dislates mayúsculos como el de sugerir que las víctimas se habrían autoinfligido heridas y daños mayores –suicido, se entiende- en escenarios de conflicto. Lo de la ruptura de la cadena de mando ya es un clásico de su manual de operaciones.

¿Qué nos dice todo esto? Pues que el régimen tiene una técnica, un método, para deslindarse de cualquier hecho que lo involucre no sólo en la muerte por represión violenta de conciudadanos (más de medio centenar en situaciones similares de conflicto social) sino en temas de megacorrupción y hasta de escándalos de alcoba.

Tantas veces como lanza la canica, tiene la habilidad de esconder la mano y quedar impune. Y para ello cuenta con una estructura de poder que lo hace posible.
Como ciudadano me siento desprotegido e impotente ante tanta iniquidad. ¿Cómo pudimos llegar a esto?