El título de esta columna tiene un componente literal y
otro figurado. Se refiere, en lo inmediato, a los recientes hechos suscitados a
raíz de una demanda presupuestaria de la Universidad Pública de El Alto (UPEA)
que derivaron en la muerte de un estudiante, ocurrida en momentos los que él y
sus compañeros de protesta se replegaban luego de participar en las
movilizaciones organizadas para expresar su reclamo. La circunstancia en la que
el ahora fallecido joven fue alcanzado por el disparo de la canica que le quitó
la vida es ya un acto de la más grave violación al derecho a la vida; no
ocurrió en un momento de enfrentamiento –incluso si así hubiera sido, seguiría
siendo algo absolutamente condenable, una desproporción en la contención de una
manifestación-.
¿Cómo pudo un pedido de tal naturaleza desembocar en un
asesinato cometido por el Estado en contra de un ciudadano? Fíjese que la
solicitud misma de la UPEA no acaba de convencerme dada su dosis de
irracionalidad, pero el deber de un Estado democrático es establecer una
negociación en la que, con argumentos, se delimiten las posibilidades de
atenderla. Negarla de entrada sólo contribuye a exacerbar los ánimos de la
parte demandante.
Pero más atroz aún es la actuación del ministro a cargo
de la seguridad del Estado quien, con el cadáver todavía tibio del
universitario, se lance a asegurar que fueron sus propios compañeros de
estudios quienes le dispararon esos proyectiles de vidrio que en nuestros
juegos de infancia llamábamos “canicas”. Ese servidor público amenazó
públicamente con seguir proceso a quienes pusieran en duda esa peregrina
explicación que, aseguró, tenía una base científica.
Tal base nunca fue expuesta dado que la versión del
funcionario terminó cayéndose por su propia insostenibilidad. Ese momento
correspondía la inmediata renuncia de dicho sujeto quien, en cambio, insincera
disculpa previa, ofreció la cabeza de un pelele a quien le echó toda la
responsabilidad del crimen: un policía de baja graduación que, según el titular
de la cartera de Gobierno, actuó por cuenta propia –por el gusto de matar,
digamos-.
Hasta aquí lo literal. Pero, vaya casualidad, resulta que
esta manera de zafarse de las responsabilidades –de no asumirlas- ha sido una
constante en lo que va de la administración gubernamental durante los últimos
12 años.
La Calancha, El Porvenir –ambos casos con saldo mortal- o
Chaparina, por mencionar tres hechos infaustos, tienen en común que el régimen
se desentiende de su responsabilidad en los mismos y, lo peor del asunto, acaba
por “superarlos” sin un mínimo de cargo de conciencia. Además de las ya
trilladas atribuciones a otros –“la derecha”, “el imperio”, “los neoliberales”-
de sus propios crímenes, se han escuchado dislates mayúsculos como el de
sugerir que las víctimas se habrían autoinfligido heridas y daños mayores
–suicido, se entiende- en escenarios de conflicto. Lo de la ruptura de la
cadena de mando ya es un clásico de su manual de operaciones.
¿Qué nos dice todo esto? Pues que el régimen tiene una
técnica, un método, para deslindarse de cualquier hecho que lo involucre no
sólo en la muerte por represión violenta de conciudadanos (más de medio
centenar en situaciones similares de conflicto social) sino en temas de
megacorrupción y hasta de escándalos de alcoba.
Tantas veces como lanza la canica, tiene la habilidad de
esconder la mano y quedar impune. Y para ello cuenta con una estructura de
poder que lo hace posible.
Como ciudadano me siento desprotegido e impotente ante
tanta iniquidad. ¿Cómo pudimos llegar a esto?
No hay comentarios:
Publicar un comentario