miércoles, 20 de mayo de 2020

Esta distopía



A pesar de las circunstancias, no me he permitido caer en el desánimo ni en la paranoia. No se trata de evasión ni cosa parecida; por el contrario, estoy absolutamente consciente de la magnitud y de las implicaciones de la calamidad que nos asola. Su costo en vidas humanas será considerable, pero no al extremo de poner en peligro la continuidad de la especie sobre la faz de la tierra. Serán los que sobrevivan –esperemos estar entre éstos- quienes cargarán con el peso de levantar de nuevo la sociedad y la economía. Digo “volver” porque no sería la primera vez que la humanidad salga adelante luego de una pandemia devastadora como la actual –quizás la de mayor alcance de la historia-. 

Lo que sí ha conseguido provocar en mí es una sensación de estar viviendo, en tiempo real, una distopía; una distopía curiosamente no prevista ni por quienes dicen tener el poder de adivinar el futuro –lo que no merece mayor comentario- ni por quienes, en textos de ficción, algunos de ellos trasladados al cine, nos contaron historias de grupos humanos sometidos a poderes absolutos de todo orden pero –al menos no recuerdo que lo haya- no hay una que narre claramente una donde unos virus tengan a toda la población mundial en vilo. Descartando que dichos virus sean armas de nueva generación –como plantean cierta hipótesis de carácter conspirativo- estamos ante un escenario ni siquiera imaginado. Quizás lo más cercano a esto sea la versión cinematográfica de la obra de Meyling “El Golem” que, dicho sea de paso, no le guarda mucho respeto al libro, pero la sensación de que Dios ha abandonado a sus hijos es muy parecida a la presente.

Si una utopía se figura como un estado idealizado de la convivencia entre iguales, las distopías avizoran distintas formas de poder que arrebatan la dignidad a los seres y sometiéndolos a sus designios. Esto provendría generalmente de fuerzas poderosas, unas veces producto de las ideologías totalitarias, otras, de fuerzas externas: máquinas, extraterrestres, ciertas formas de tecnología, etc.

La distopía político-ideológica por antonomasia es la del Gran Hermano, descrita por Geoge Orwel en “1984”, de alguna manera vivida en Estados que cayeron en las garras del “socialismo real” cuyos sistemas periclitaron ante el ansia de libertad, inherente a los seres humanos.

Hay también música que nos remite a un mundo distópico como el que describe el grupo King Crimson en la canción “El hombre esquizofrénico del siglo XXI” (1969): “Neurocirujanos gritan por más en la puerta de la paranoia”.

Menos recordada, probablemente, es la serie de TV de los años 80, “Max Headroom” que propone la omnipotencia, hoy relativizada por las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, de la televisión, la distopía de los medios de comunicación de masas.

Vigente hasta nuestros días, está toda la gama de series, filmes y cuentos, alimentada desde los tiempos de la “guerra fría”, alrededor del dominio sobre la especie humana que supuestamente ejercerían seres provenientes del espacio en todas sus variantes. Con el creciente desarrollo de la inteligencia artificial, surge la variante del poder ejercido por autómatas, siempre en un ambiente de temor/terror de nuestros congéneres.

Pero esta distopía que nos toca afrontar, que suponemos pasajera, tiene como protagonistas a elementos invisibles al ojo humano y ha socavado los profundos cimientos sociales que nos sostenían hasta hace poco.

Una vez más, la capacidad resiliencia de la especie humana está puesta a prueba. Esperemos estar a la altura de nuestros antecedentes para fortalecer los lazos que nos unen.

martes, 5 de mayo de 2020

ALP: Cerrarla no es una opción



Antes de que me lancen a los cocodrilos, vamos a separar aguas. La salida constitucional que instaló un gobierno de transición luego del vergonzoso escape del señor Morales Ayma, quien más de una vez había dicho que solo muerto lo sacarían de palacio, demostró que los bolivianos somos capaces de encontrarnos en situaciones límite como a la que nos llevó el susodicho con su monumental fraude en las pasadas elecciones. Mi apoyo al Gobierno, en tanto transitorio, es absoluto. Para haber sido posible, esa salida democrática incluyó la continuidad institucional de la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) con la misma composición, vale decir con dos tercios de mayoría, resabio del antiguo régimen, a la que en adelante denominaré con el término universal “parlamento”, lo que en definitiva descarta la peregrina falacia de que se cometió golpe en Bolivia. De los otros dos poderes, el Judicial, al igual que el Legislativo, se mantuvo con la composición surgida de las elecciones judiciales manipuladas por el MAS, mientras que el Electoral fue recompuesto cumpliéndose una de las tareas encomendadas por el soberano al Gobierno de transición.

Tal renovación fue gracias al trabajo colaborativo entre el Ejecutivo, producto de la resistencia al fraude cometido por el antiguo régimen y el Legislativo, tributario de éste, como ocurrió para la primera convocatoria a las elecciones que tendrían que haberse efectuado el pasado 3 de mayo si no se cruzaba la calamidad mundial en el camino. Es decir que, con una no muy frecuente madurez, estos dos poderes contrapuestos lograron ponerse de acuerdo por el bien mayor: la pacificación y democracia.

No vamos a decir que la relación entre ambos era una especie de luna de miel, pero tampoco era un infierno. La magia se fue cuando a la Presidenta se le ocurrió romper uno de los mandatos implícitos –reafirmado por ella al decir que sería una “acto de deslealtad y deshonestidad”- al anunciar su candidatura a… Presidenta. Se podría decir que el parlamento (esos dos tercios del mismo) estaba dispuesto a coordinar con la Presidenta, pero, en una acción entendible desde la política, no a transar con una candidata. Puestas a repartirse responsabilidades en este entuerto, cada cual tiene su parte.

Ciertamente, desde la declaratoria de la emergencia sanitaria, el parlamento se ha convertido en una rémora que torpedea cualquier iniciativa gubernamental para sacar provecho político de ello. Su accionar, a no dudarlo, es digitado desde Buenos Aires.

En tal escenario –la gota que colmó el tarro fue la nueva convocatoria electoral en un lapso de seguridad sanitaria menor a la que propuso el TSE-  ha surgido una “corriente” que promueve un eventual cierre del parlamento. A sus sustentadores les digo que esa ni siquiera es una opción.
Alentar tal cosa es caer en el juego de quienes –nada raro que el origen de la consigna se halle en una mansión bonaerense- quieren ver autocumplida su profecía del “golpe”, además de dar lugar a una violenta convulsión –especialidad de Morales Ayma- en pleno estado de emergencia sanitaria. Ayudaría mucho, en cambio, que la Presidenta dé un paso al costado en lo concerniente a su candidatura puesto que, aunque ni siquiera se lo proponga, todas sus acciones –las buenas, sobre todo- despiden un tufillo a campaña electoral.

Por lo pronto, el Gobierno hace bien en salir por los fueros de la institucionalidad, demandando de nulidad, ante el Tribunal Constitucional, la mencionada ley. El principal argumento es que la Presidenta de la Cámara de Senadores no es quien, en acefalía de un(a) Presidente del Congreso, para haberla promulgado. El TC tiene la palabra.