La primera columna de cada año me tomo la licencia para
hablar de mí mismo –que no es lo mismo que hablar en primera persona, cosa que
hago habitualmente-. Acostumbro hacerlo porque la transición entre el año que
se va y el que llega suele ser relativamente “tranquila”, porque quiero hacerme
creer que con una duradera resaca a cuestas nadie está dispuesto a prestar
demasiada atención a lo que uno opina sobre la condición humana y sus diversas
manifestaciones, y porque viene bien darse un descanso ocupándose del rincón
propio –otros colegas optan por dejar de escribir/publicar sus artículos, en
una especie de vacación opinativa-.
Pensé en romper mi tradición por dos razones: la primera,
porque el mes está como “bien entradito” –nunca me había tocado empezar tan
tarde- y la segunda, porque justamente en el periodo que menciono han ocurrido
–están ocurriendo- hechos de enorme trascendencia en la agenda
socio-eco-política del país. Pero, aunque pueda parecer que uno buscase algún
pretexto para “sacarle la nalga a la jeringa”, no es así, de modo que, por lo
significativo del guarismo del título, me saldré por la tangente. En efecto,
veinticinco son los años transcurridos desde 1998.
Imagino que todos tenemos un periodo, no necesariamente durante
un mismo año, que marca, así no se lo sepa en su momento, lo que va a definir el
resto de nuestras vidas. En mi caso, tal cosa sucedió entre junio y julio de
aquel año, cuando se produjeron tres hechos que señalaron mi horizonte de
manera decisiva. No quiere decir esto que antes no hubieran sucedido
experiencias dignas de mención, pero su huella fue menos profunda en mi vida. Y
tampoco es que luego no pasó nada, pero lo que pasó y lo que aún pasará es, de
alguna manera, consecuencia de lo que ocurrió entonces.
Comienzo con la paternidad, un asunto biológico, para la
ciencia; un acto de amor, para el ser humano en el marco de la cultura: el 15
de julio nació mi hijo, Miguel. Me llegó –la paternidad- relativamente tarde y
fue producto de una planificación cuasi-científica con mi esposa de entonces
para que el deseado hijo llegara en condiciones óptimas; esto es, que tuviera todo
el espacio para el desarrollo de sus expresiones infantiles. Hoy formamos parte
de la familia ampliada que mantiene cordiales relaciones entre sus miembros.
Hace unos años, el vástago se graduó con honores (magna cum laude) de la Universidad y está embarcado en sus
proyectos. ¿Abuelitud? Aún no se vislumbran novedades. Un premio de vida.
Continúo con lo que seguramente le será más familiar a
usted que lee mi columna, pues justamente esta “Agua de mote” se empezó a
publicar el 98 a raíz de una invitación de Robert Brockmann, entonces
subdirector de La Razón. No es que no escribiera en prensa previamente. Al
contrario, lo hacía con profusión y al parecer fue uno de mis artículos el que
motivó la invitación. Lo que sí era nuevo para mí fue tener un espacio
permanente y regular para hacerlo, además del privilegio de estar en la sección
editorial. Mi columna fue censurada en 2010 por la nueva estructura propietaria
de La Razón, pero inmediatamente, Grover Yapura me ofreció las páginas de La
Prensa y, casi si bache, la historia continuó. Tras la desaparición de este
medio, Página Siete, que me había tentado anteriormente, me recibió casi
naturalmente, y acá estamos.
El tercer factor trascendental en mi vida ese año, fue el
comienzo del ejercicio de la docencia universitaria, luego de declinar un par
de veces ante invitaciones, finalmente lo acepté como actividad complementaria
a mis otras actividades. Lejos estaba de saber que, con el tiempo, la docencia
y, más ampliamente, la educación, sería el destino de mis vocaciones. Hoy
ejerzo funciones en la Jefatura Enseñanza-Aprendizaje en UNIFRANZ, pronta a cumplir
30 años, casa a la que me debo en la misión, sostenida y estimuante, de
transformar la educación en Bolivia.
Agradezco a mi familia –a mi esposa, en particular- a mis
lectores, a mis colegas, a mis amigos y amigas por haber contribuido a llegar a
estas “bodas de plata” de mi momento germinal.
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