El primer censo de la era democrática se lo hizo en 1992 y
aunque la convención técnica recomienda hacerlos cada diez años, el siguiente
ocurrió en 2001 –en alarde de eficacia, podría decirse-. Correspondía,
entonces, hacer el próximo en 2011, pero fue postergado hasta 2012, con lo que
quedamos “empates” en el “timing” censal.
Hasta hace unas semanas, el Gobierno se mostraba
irreductible en su posición de efectuar nuevo censo este año cuando, a todas
luces, estaba claro que quedaban varios asuntos pendientes de ejecución para su
verificativo. Aunque el propio Ministerio de Planificación aseguraba tener un
avance de aproximadamente 90% en la preparación del censo, la realidad lo
desmentía y aconsejaba una prudente –repito, prudente- postergación hasta
resolverlos.
¿Qué quiere decir prudente, en este caso? Pues no más de un
año, entre seis y ocho meses en lo posible. Con el antecedente de 2011-2012,
puede decirse que el MAS es lerdo en la planificación censal.
Y de pronto, el agente que decía que faltaba nada para efectuarlo,
decide, en “consulta” con el Consejo Nacional de Autonomías, en ausencia del
Gobernador de Santa Cruz, patearlo hasta 2024, lo que ha generado entendibles
“censibilidades”, cuya primera manifestación ha sido un contundente paro en el
departamento más extenso del país.
En casos como los de un censo ni las prisas (el de 2001 es
una muestra de ello y lo argumentaré luego) ni las tardanzas (la etapa post
censal de 2012 fue desastrosa) son buenas consejeras. Para el caso presente, el
justo medio, es decir 2023, sería lo adecuado. Lejos del tira y afloja entre el
Gobierno central y algunos gobiernos autónomos, la serena palabra del
expresidente Paz Zamora va en tal sentido.
En febrero de 2010 escribí una columna titulada “Censo
2011” –que, como ya lo mencioné, acabó siendo en 2012- que comenzaba
rememorando guarismos poblacionales del Potosí colonial, registrados en la
crónica de Arzans de Orsúa y Vela, a quien denominé “estadístico” de la época.
Transcribo algo de lo dicho entonces.
Casi de entrada (1545) nos
brinda una estimación de la cantidad de gente que lo poblaba en ese momento:
"Por septiembre de ese año, habiendo en Potosí más de 170 españoles y
3.000 indios comenzaron la fundación de la Villa, el capitán Villarroel, los
dos Contentos (?) y Santardia" Ya para 1547 habla de "14.000
almas", -lo que en términos actuales llamaríamos "explosión
demográfica"-, en 1611 ya mediante un empadronamiento –un censo– hecho
"con cuidado y distinción" se contabilizó 160.000 almas. La última
estimación hecha en el libro es la de 1701: "Se vieron en la plaza de
Potosí más de 2 millones". Así de descomunal.
Un censo debe ser bien hecho
y, lamentablemente, el último realizado en Bolivia, en 2001, no lo fue y es el
causante del gran equívoco sobre el que se ha desarrollado un imaginario
también cuestionable y una ideología aún más perniciosa: de aquel entonces data
la idea de que Bolivia es mayoritariamente indígena (62% de autoidentificación étnica)
gracias a una pregunta que no ofrecía la opción "mestizo(a)"
“El censo 2011, bien hecho,
puede resolver tal controversia más, temo que al Gobierno no le haga mucha
gracia un dato que pondría en entredicho la base de sustento de su discurso”.
Esta, la de 2023, es una oportunidad de oro para hacer un
censo decente –el del 92 sigue siendo el mejor hecho hasta el momento, no
obstante no contar con las facilidades tecnológicas de las que se dispone
ahora-. Pero parece que al régimen no le interesa la decencia.
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