“El Facebook parece una larga lista de obituarios”, me
comenta mi esposa y no le falta razón. Esta red social, a diferencia de otras,
se ha convertido en una suerte de muro de testimonios sobre la partida de los
seres queridos de los usuarios y la de los héroes que estuvieron en la primera
línea de acción en contra de la calamidad –así llamé al asunto en una columna
de hace dos meses y ahora el gobierno lo oficializa decretando “estado de
calamidad”-.
Si usted está leyendo estas líneas es porque según cada
variante –haber padecido y superado tal situación, (aún) no haberla padecido,
tenerla latente y no haberse enterado todavía- está en lo que Carpentier
llamaría “el reino de este mundo”. Y puede considerarse afortunado(a). Eso sí,
en los dos últimos casos, a seguir tomando recaudos porque nadie está a salvo
del monstruo microscópico.
En mayor o menor grado, todos hemos perdido a una persona
cercana. Se nos han ido papás, mamás, hermanos, hermanas, amigos y amigas. El
virus también se ha llevado a gente valiosa por su espíritu de servicio al
prójimo; impotencia e inermidad están en el ambiente.
Todo homenaje a ellos queda corto. Estamos en deuda con
ellos. Inclusive, en su despedida, merecían mucho más. Página Siete tributó a
las almas de estos servidores en una de sus ediciones, un honor póstumo cuya
memoria ilumina el camino. La calamidad, en fin, se ha cargado la vida de parte
de lo mejor de nuestra gente. Sus huellas, sin embargo, permanecerán indelebles
y tendrán un sitial de privilegio cuando se escriba la historia de estos
aciagos días. Sugiero a los ejecutivos de este medio considerar la posibilidad
de editar un libro que los testimonie para que las próximas generaciones sepan
del valor de sus antecesores.
Hasta aquí, aquello que el virus se llevó: vidas. No se
llevó su ejemplo, por cierto. Pero, ¿qué de aquellas cosas que no lo hizo?
Con todo su dramatismo y la permanente conmoción que
genera, la calamidad no ha conseguido llevarse ciertas actitudes que
supondríamos, hasta por sentido común, desaparecerían o al menos entrarían en
pausa.
Ocurre que por los intereses que están en juego en el
ámbito político, fundamentalmente la realización de las próximas elecciones,
aquellos señores que cometieron el fraude electoral más alevoso de la historia,
se rasgan las vestiduras por el asunto de la fecha de aquellas.
Ciertamente, los comicios deben realizarse. Nadie en su
sano juicio ha mencionado la suspensión de los mismos. Si la postergación de
éstos “favorece” al gobierno prolongando su gestión –no le veo el encanto a
“gozar” del poder en estas condiciones- es producto de las circunstancias.
Ahí está la mala leche del partido que sumió al país en la
corrupción durante 14 años. Por recato, al menos, debería respetar las
decisiones que adopta el Tribunal Supremo Electoral, como órgano de Poder
autónomo y, por norma, el Legislativo sancionarlas sin mayor trámite. En tal
sentido, la fecha, lo he dicho antes, no es lo más importante. La fecha, en
todo caso, es una consecuencia del análisis de las condiciones sanitarias
previstas y de los recursos necesarios para una elección atípica.
En tal sentido, están por demás las convocatorias a la
convulsión y a incendiar el país. Si el titiritero de Buenos Aires cree que
esto redituará en votos a su candidatura de pantalla, está absolutamente
errado. Nosotros, encantados de que sea así, pero no con las acciones que el
exdictador instruye.
Según se sabe, está relativamente cercano el día en que la
vacuna contra la calamidad esté disponible; lamentablemente, no se avizora una
contra la insensibilidad azul.
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