Llámesela “Alta Traición”, “Traición a la Patria” o traición
sin más, es una figura –según sea el caso, moral, política, jurídica, militar,
o combinaciones a gusto de quienes la sostienen- de las más delicadas por la
alta probabilidad de manipulación y subjetividad que rodean a los casos en que
se la aplica.
Momentos de alta volatilidad político/social, con tintes
culturales, inclusive o de conflagración bélica son propicios para que
regímenes de fuerza, arguyendo la infame razón de Estado, persigan a ciudadanos
en nombre de tal especie. Las más de las veces como amenaza y otras, como
acción efectiva. Dada la euforia con la que se actúa en dichas circunstancias,
la ecuanimidad brilla por su ausencia.
Así lo muestran dos casos, el más emblemático a escala
mundial, y el más sonado en su tiempo y hoy prácticamente olvidado a escala
nacional.
Sobre aquel, seguramente usted ya supo identificarlo. Sí, el
célebre “caso Dreyfus”, el militar francés de origen judío despojado de sus
honores tras ser declarado culpable de traición por una supuesta venta de
información al enemigo; honores que le fueron restituidos doce años después
luego de descubrirse al autor de la infamia en medio de un ambiente de intrigas
que dividió a la sociedad.
La rehabilitación de Dreyfus fue posible al generarse el
apoyo de una parte de la ciudadanía que señalaba las notorias inconsistencias
de la acusación y del proceso. Un elemento central del reclamo fue el
involucramiento de Emile Zola quien con su texto “Yo acuso” denunció el exceso
que se había cometido y abogó por su reparación. Se dice que esta acción –la de
un escritor tomando partido- dio origen al concepto de intelectual que
conocemos hoy.
Por nuestro lado, tenemos el caso de Elías Belmonte –el “Dreyfus
boliviano” que no tuvo a un Zola a su lado-, defenestrado sin juicio por “alta
traición” luego de culpabilizarlo de la autoría y porteo de una carta en la que
anunciaba la preparación de un golpe de estado para instaurar un régimen afín
al de la Alemania de Hitler. Belmonte tuvo que esperar más de tres décadas para
que el Estado boliviano le restituyera sus derechos ciudadanos y lo premiara
con su ascenso a General, al conocerse, por boca del propio sujeto, que un
espía inglés había falsificado la misiva.
Con lo antedicho, pensar en aplicar el artículo 124 de la
Constitución Política del Estado a las acciones que el expresidente Morales Ayma
promueve desde que huyó del país es altamente aventurado, aunque no deja de ser
tentador.
Si nos atenemos al enunciado de dicho artículo, el señor en
cuestión cumple con ciertas condiciones para ser sometido a un juicio que
podría llevarlo a purgar la pena máxima contemplada en nuestras leyes:
“Comete delito de traición a la patria la boliviana o el
boliviano que incurra en los siguientes hechos:
3. Que
atente contra la unidad del país”.
El mismo artículo menciona “complicidad con el enemigo en
caso de guerra internacional”.
Evidentemente, al no encontrarnos en una guerra
internacional, tal argumento no tendría sustento, pero el país se encuentra
librando una guerra no convencional de carácter sanitario. Las guerras son, por
antonomasia, un escenario de unidad de la sociedad ante el “enemigo”, en este
caso, la calamidad pandémica, y las órdenes emanadas desde Buenos Aires no
hacen otra cosa que coadyuvar a que ese enemigo se expanda dejando muerte y
desolación entre los bolivianos. Evitar que el oxígeno llegue a quienes padecen
la enfermedad es equivalente a bombardear hospitales en tiempo de una confrontación
bélica real.
Si las acciones de Morales Ayma y sus huestes no califican
como “traición a la patria”, no sé cómo se las puede llamar.
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