En noviembre del pasado año, la obra musical
“The Wall”, del grupo británico Pink Floyd, cumplió 40 años. Uno de los
primeros artículos que escribí, a pocos meses del lanzamiento de la misma,
abordaba, precisamente, mis percepciones sobre ésta. Si bien no lo conservo,
dicho texto tenía defectos atribuidos a ciertas pretensiones de un lector en
plan de escritor.
Tiempo después (1982) salió la película del
mismo título dejando en claro que uno de los ejes sobre los que Roger Waters
(el creador del concepto y compositor de la mayor parte de las piezas) desarrolló
su trabajo es el de la educación.
El modelo educativo sobre el que The Wall
adopta una posición crítica puede ser denominado “conductista/autoritario” que
es el que predominó en occidente durante el siglo XX. El personaje encarna
experiencias vividas por el autor en su etapa escolar, vale decir en los años 50,
en Inglaterra. Sin entrar en la consideración de las peculiaridades del sistema
educativo inglés, podemos decir que ciertos rasgos son extensivos a otros
contextos.
El modelo descrito está centrado en el
profesor, mientras el estudiante es solo “otro ladrillo en la pared”
(interpretación libre mía), como reza la letra del tema más emblemático de esta
especie de ópera-rock, “Another brick on the Wall (parte 2)”. La película
enfatiza mucho más esta manera de impartir clases con metáforas visuales
crudas.
En tales condiciones, primero se produce una
vehemente reacción de los estudiantes al canto de “no necesitamos que nos
controlen el pensamiento” y, luego de explorar diversos aspectos de la vida
posterior del protagonista, se instala un juicio que acaba en una condena a
todo ese sistema. Cae el muro (“¡tear down the wall!”).
Por misterioso designio, diez años después de
la publicación del disco, en noviembre de 1989 –el pasado año se celebraron los
30 años del hecho histórico- el Muro de Berlín se venía abajo (y con ello, todo
el bloque socialista).
Meses antes de que ocurriese esta gesta
histórica, Waters, que solo había representado una vez la obra completa en un
escenario, había indicado que la única manera de volver a hacerlo sería si el
muro cayese… y así sucedió: tras el desplome del mismo, The Wall se ejecutó en
la propia Berlín ante 250 000 almas presentes y millones de otras siguiendo la
transmisión de TV en directo. La parte de la pared en plena caída es
apoteósica.
Retomando el aspecto educativo, podemos decir
que, gracias a los aportes de pedagogos y psicólogos críticos al modelo en
cuestión, las relativamente nuevas corrientes del proceso enseñanza/aprendizaje
privilegian al estudiante como centro del mismo. Así pues, el estudiante ya no
es un ladrillo más en el aula o fuera de ella (siguiendo mi propia
interpretación).
Esta forma de entender la educación tiene
también sus críticos, quienes señalan que los estudiantes se empoderan de tal
manera que llegan a intimidar a sus profesores. El desafío consiste, entonces,
en desarrollar un clima de mutuo respeto que conjugue libertad, individualidad
(competencia) y trabajo en equipo (cooperación). Experiencias exitosas en esta
materia avalan la pertinencia de aplicarlo, puesto que educar no es adoctrinar
–ni catequizar, ni inducir-.
No quiero cerrar estas líneas sin referirme a
la desbordante creatividad apreciable en la obra musical, la película y la
escenificación –afortunadamente se cuenta con registro audiovisual) de The
Wall. La educación actual ya no puede ser concebida si no incorpora el
desarrollo de la creatividad, independientemente del campo, en el proceso
enseñanza/aprendizaje, tanto en las metodologías, en los contenidos, como en
los productos y subproductos resultantes del mismo.
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