Tengo por costumbre -con el prejuicio de que al comienzo
gestión los lectores andan con la cabeza “en otra cosa” y no están con la mejor
disposición de leer opiniones- reservar la primera columna de cada año para abordar
asuntos personales.
No va a ser ésta la excepción, aunque esta vez se tratará de
uno que, sin dejar de ser personal, es un asunto de importancia pública. Es que
durante el recientemente pasado 2019 –en el que lloré la partida de uno de mis
hermanos, por ejemplo- separar lo individual de los intensos acontecimientos
sociales fue una tarea prácticamente imposible.
Quisiera decir que, al mejor estilo de los cuentos de hadas,
la resolución de la transición de la dictadura a la democracia tuvo un final
feliz; pero mientras el monstruo cuente con recursos, hacerlo sería un gesto de
descomunal ingenuidad. Así es que, por lo pronto, me quedo con el más realista
término “esperanzador”.
En tal sentido, entrando en materia, quiero recordar que la
humana, es la única especie capaz de simbolizar sus campos, sus deseos, sus
logros y todo concepto de su propio pensamiento. Si algo nos distingue del
resto de las criaturas que pueblan nuestro mundo, eso es el carácter simbólico
de lo humano. Es lo que nos lleva del estado del estado de naturaleza al estado
de cultura. Las reglas simbólicas de un determinado campo tienen que ser
interiorizadas por quienes pretenden desenvolverse en tal campo. El aprendizaje
hace posible esta operación.
Pero también, como individuos, nos podemos tomar la libertad
de crear, y apropiarnos del mismo, nuestro mundo de simbolizaciones –metáforas de
vida- que nos permiten dar sentido a lo que hacemos o esperamos hacer, y a lo
que esperamos del devenir histórico.
Solía hace un tiempo –durante casi una década- representar
la cantidad de libros que pasaron por mi afición lectora juntando los
resaltadores usados en la medida en que éstos agotaban su vida útil. Lo hacía
ensamblándolos por sus polos. Dejé de hacerlo por dos razones: llegó el momento
en el que se volvió “poco vistoso” y, fundamentalmente, porque no era una
medida cabal de lo leído, dado que había obras con casi la mitad de su
contenido resaltado en anaranjado y otras con apenas unas líneas pintadas. Así
como ésta, practico diversas formas personales de simbolizar mi interior y mi
entorno. Algunas se parecen a rituales. En sus rituales, las sociedades
realizan ofrendas; los individuos podemos, igualmente, hacerlas. Antes de que
acabase el año pasado hice una, pequeña, por cierto, pero muy significativa
para mi compromiso democrático.
Rastreando su origen rescato una de mis publicaciones en red
datada en 13 de marzo de 2016: “…solamente
tres años, diez meses, dieciocho días y algunas horas para el 22 de enero de
2020, día del retiro de la tiranía...”, seguida de una fechada en 13 de
junio del mismo año: “Faltan exactamente 1.300 días para que me rasure la
cabeza”. La idea era que el día en el que el tirano entregara la Presidencia a
quien se impusiera en las elecciones de 2019, en las que aquel estaba
inhabilitado para participar, daría fin a una pelambre –la mía, que alcanzó a
extenderse hasta donde la espalda cambia de nombre- en honor al fin de la
dictadura. En medio ocurrieron eventos –habilitación inconstitucional, por
ejemplo- que parecían impedir la ofrenda.
Pero el monstruoso
fraude montado por el viejo régimen hizo su parte y no fue necesario esperar
hasta el 22 de enero. El delincuente y sus cómplices huyeron o se asilaron y la
democracia está recuperándose de las heridas que le infligieron.
Hoy, mi testa luce como
un durazno. Palabra cumplida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario