Fue Aristóteles, en su Ética
a Nicomaco, quien definió la eudaimonia (la felicidad) –de algo sirve haber
hecho unos cursos de Filosofía en mis años mozos, conservando algunos apuntes- como
la actividad del espíritu por el conocimiento de la verdad, siendo el placer y
la alegría tan solo ecos de tal acción. Para la filosofía griega, la felicidad
es el bien supremo al que aspira el ser humano; es su verdadero sentido de la
vida.
Fue Aldous Huxley, en su Un mundo feliz, quien imaginó un “Estado Mundial” regido por la
trilogía “comunidad, identidad, estabilidad” en el que, mediante el uso de una
droga de la felicidad, una estructura jerárquica (de castas) social, el
condicionamiento de los niños y el procedimiento eugenésico tendente a la eliminación
de los genes “fallidos” a fin de preservar los elementos citados, se
construiría una sociedad en estado de felicidad permanente. Eso sí, a costa de
arrebatar, a las personas y grupos de personas, lo que no hace humanos y sus
extensiones: varios campos simbólicos, la diversidad cultural y, por ende, el
libre albedrío.
Utopía filosófica e individual, la primera, y distopía
política y social, la segunda.
Se puede enumerar una serie de posturas alrededor del tema,
pero, de hacerlo, no me quedaría espacio para lo que traigo a cuento a
propósito de la inclusión de una oferta electoral que promete felicidad a la
población boliviana si es que la misma da sus votos al Ungido –aunque ilegal-
en octubre.
El régimen consigna entre sus ofrecimientos al electorado
un acápite bajo el denominativo “Disfrute y felicidad”, la promesa
–consecuencia del “Vivir bien”, tan caro a los miembros de la nomenklatura masista, supongo- de una
letanía de divagaciones que bajo la forma de atractiva envoltura lírica –al
estilo del preámbulo de la Constitución- que, viniendo de donde viene, esconde
algo más perverso.
En el colmo de la impostura, ofrece la eliminación del
conflicto –no son palabras textuales, pero eso se lee entre líneas- ¿Qué
significa esto? Nada menos que un paso más en la toma absoluta de poder que el
régimen ansía: la proscripción del disenso. En suma, “su” felicidad.
Es cierto que buenas políticas públicas pueden elevar la
sensación de felicidad de los habitantes de una determinada nación, pero, por
mencionar un extremo, la población civil de una nación en guerra ¿debe sentirse
feliz de que su ejército esté acabando con la población civil del “enemigo”? No
olvidemos que la guerra ha sido usada como expediente para generar cohesión
social cuando el poder político se siente amenazado. Incluso aceptando esta
situación límite, resulta altamente sospechosa una felicidad presentada como
oferta político-electoral.
Por cierto, e independientemente de variables externas (en
la línea de Locke), los bolivianos, en considerable mayoría, se definen como
intrínsecamente felices –recuerdo un libro de Ayala Bluske, Subdesarrollo y felicidad-, aunque la
base material no deja de tener una relación directa en el aumento o disminución
de esta sensación. El documento del régimen también cita la frase “el dinero no
compra felicidad”; le dejo a usted escudriñar en el sentido de la misma.
Pero, ya ingresando en la negación de la realidad, el
régimen vincula el mar a su promesa de felicidad. ¿Me perdí de algo? ¿La Haya
reconsideró su fallo y ahora exige a Chile la otorgación de una costa con
soberanía a Bolivia? ¿Es hora de tirar cohetes? ¡Pero qué felicidad!
Con estos elementos, qué clase de felicidad es la que
promete el régimen, ¿la de Aristóteles o la de Huxley?; a mí me late que la
última: “felices” pero mudos.
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