Si hay un asunto en extremo delicado en época
de campañas electorales, ése es el del financiamiento de las mismas. A mi
manera de ver, el problema no es el monto –tanto la proclamación de austeridad
como la confesión de éxito recaudatorio son sospechosas; la primera por lo de
“quién les cree que gastarán tan poquito”, la segunda por lo de “de dónde sale
tanta plata”-. Para evitar estas suspicacias, solo hay una fórmula, difícil de
conseguir, sin embargo: se llama transparencia.
Me refiero al tema a raíz del revuelo causado
por la revelación –infidencia, acaso- de una respetable cantidad de morlacos
recolectados por una tienda política supuestamente en kermesses. No era
necesario el eufemismo. Mejor llamar a las cosas por su nombre: si uno va con
una encuesta favorable en una mano y un sombrero en la otra, los quibos
empiezan a caer y sumar.
Por eso me parecieron muy oportunistas las
reacciones de unos y otros ante tal cuestión. Por un lado, el Sr. García, nada
menos que el operador más conspicuo del régimen más corrupto de la historia,
juzgaba la paja en el ojo del rival cuando es inocultable la viga que cubre el
suyo. Atribuía tal cifra a aportes del narcotráfico… ¿Acaso fue el opositor
quien se chanceaba con Montenegro? ¿acaso fue el opositor quien andaba
vinculado al clan Castedo? ¿acaso fue el opositor quien nombró Jefe de
Inteligencia a Sanabria? El exabrupto alcanza su máximo grado de cinismo cuando
está claro que la campaña del régimen maneja recursos astronómicos, y no hablo
de los provenientes de los descuentos a los funcionarios.
Por su parte, otro partido en carrera
aprovechaba para hacerse el ofendido, cuando no da la menor muestra de
estrecheces y, por el contrario, parecería que goza de buena salud financiera.
Pero la reacción menos inteligente ha sido la
de la propia organización que generó la polémica. Lejos de asumir que como
candidatura exitosa puede conseguir inclusive más apoyo monetario que el
barajado hasta ahora, se hizo la estrecha y poco le faltó para declararse en
quiebra.
Si la transparencia fuera absoluta, nadie
tendría que andar dando explicaciones a cada paso. Simplemente, se conocerían
las cantidades de los aportes, los nombres de las personas, empresas o
entidades que los abonaron y el destino que corrieron. La eliminación del
anonimato debería ser una condición, así se evitarían los “donativos” demasiado
generosos, de dudoso origen y, a la vez, condicionados.
Si esto le suena a demasiado cándido, recuerde
la hábil estrategia de Barack Obama para obtener fondos: redes, centavo a
centavo. Se dirá que es otro contexto –cada vez que alguien quiere desoír algo,
dice que “es otro contexto”- pero lo bueno puede ser adaptado, mejorado
incluso, a otra realidad. Para el caso, la nuestra.
Hace aproximadamente una década, Julio Aliaga,
mi persona y un desarrollador, diseñamos una herramienta que garantizaba a
quien quisiera emplearlo –obviamente tenía un costo operativo- una recaudación
de fondos totalmente transparente proveniente de adherentes a una campaña,
desde el registro hasta el destino de los recursos (accountability), pasando
por el abono. Dicha herramienta iba “casada” con un sistema de peticiones
similar al AVAAZ.
La conclusión a la que llegamos es que a nadie
le interesó un instrumento que transparentara los aportes (ni siquiera a
algunos potenciales aportantes, quienes preferían sus nombres en reseva, en
pruebas piloto que hicimos).
Esta es la neta, estimado(a) lector(a). Lo
demás, son pajas y en el caso del régimen, vigas.
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