Muy probablemente, 2016 pase a la posteridad –espero ratificarlo
en mi columna de fin de año- como el de la inflexión en el pretenciosamente
llamado “proceso de cambio”.
Los recientes acontecimientos en los que se cobró la vida
de cinco compatriotas –escribo mientras un sexto se encuentra con muerte
cerebral- no son sino el triste corolario del ejercicio atrabiliario del poder
con el que, durante diez años, el régimen castigó al país sumiéndolo en un
oscurantismo político que recién ahora, cuando los billetes que lo disimulaban
se hicieron gas, es sometido a juicio por la ciudadanía –ya no es considerado
como una de resentidos “opinadores” (como, despectivamente, llama el poder a
los periodistas de opinión)-.
Tomar el asunto aisladamente, como quiere el régimen es,
al menos patético. El mismo no puede ser desconectado del resto de actos
bárbaros cometidos en nombre de los denominados “movimientos sociales”
–eufemismo por “pacto de corporaciones”-. Pero no deja de ser sombrío que el
hecho en cuestión hubiese sido perpetrado por dos (ex)aliados, hoy enfrentados.
En efecto, y como muchos ya lo han refrendado, la
corporación “cooperativista” fue hasta hace poco la engreída del régimen
–aunque, ciertamente, paulatinamente fue perdiendo espacios de poder (esto,
quizás, explique parte del problema)-.
Los ahora no-amigos del régimen tuvieron, en su mejor
momento, envidiables cuotas de poder; desde un ministerio hasta varios curules
parlamentarios. En la cima de su fuerza corporativa llegaron a “poner” a uno de
los suyos, su asesor jurídico, como vocal del organismo electoral. Recordemos
que el tribunal del que formó parte el susodicho, fue el de peor desempeño en
la historia electoral del país, relegando a segundo lugar, de lejos, a la malhadada
“banda de los cuatro”. Por intermedio de este sujeto, los cooperativistas
cohonestaron las fechorías que tal “institución” cometió para favorecer al MAS.
En plena descomposición del régimen, la corporación
cooperativista llevo la peor parte, debilitándose y perdiendo casi toda
influencia al interior del oficialismo; éste, no corto, no perezoso aprovechó
el knock out técnico de este sector de mineros para “ponerlos en su lugar”
(cosa que debió hacer, pacíficamente, hace diez años) y, regalo de dinamita
incluido, éstos sacaron a las carreteras el último gramo de fuerza que les
quedaba: la numérica. Y la dinamita explosionó en las manos del propio régimen.
El chapucero manejo del conflicto que el Gobierno operó hizo el resto; y la
sangre llegó al camino. “¡Golpistas!”, “¡derechistas!”, “¡imperialistas!”, se
repitió como tantas otras veces.
El régimen también se acordó de que este “cooperativismo”
es un eufemismo de capitalismo salvaje (que lo es, sin duda); que es una
actividad depredadora del medioambiente (que lo es, sin duda)… lo que no dice
es que apañó tal capitalismo y tal depredación durante diez años.
2016 es el año del réquiem por el régimen porque desde el
primer día hasta la fecha no hace sino hundirse en su propia descomposición
–corrupción, abuso de poder, terrorismo verbal, prédica del odio, culto a la
personalidad, centralismo-. Así lo entendió la ciudadanía al sentenciar, con un
“NO” rotundo, su inviabilidad a futuro.
Esto no quiere decir que lo que queda del proyecto
cocalero no vaya a ocupar un lugar –cada vez más menguante, sin embargo- en la
administración estatal, pero lo hará en calidad de zombie, toda vez que perdió
para siempre el capital simbólico que alguna vez encandiló a un electorado
fácilmente impresionable.
El remedio, una vez más, resultó peor que la enfermedad.
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