He morado el grueso de mi vida en las proximidades.
Me explico; una vivienda próxima a las que una vez fueron
poderosas factorías textiles –la Forno y la Soligno- apenas como referencia de
mi llegada a este mundo, para inmediata y, más adelante, conscientemente estar
en las cercanías del Calvario. De ahí, a residir en las inmediaciones del
estadio del Bolívar, y así sucesivamente… por el zoológico, más o menos en la
cancha del club Litoral, mirando desde arriba el complejo del Tigre y en otras
ubicaciones siempre algo periféricas a los puntos de referencia más
emblemáticos de cada zona, trátese de la Norte, San Pedro, Jupapina, Bolognia,
Lomas de Achumani, Següencoma, etc.
Intencionalmente, he dejado fuera de la lista a Sopocachi.
Lo he hecho así porque, salvo la zona que actualmente me acoge, puedo decir que
he vivido en el corazón de Sopocachi, ahicito del Montículo, de la plaza
España, del monumento al Corregidor Perpetuo de la ciudad de Nuestra Señora de
La Paz, el insigne Miguel de Cervantes Saavedra, del mercado que lleva el
nombre del barrio, de la plaza Avaroa, de los boliches más renombrados de la
bohemia paceña –no me libré de involucrarme en el proyecto de uno, el
“Coyoacán”-. Rematando, para certificar eso que se denomina “pertenencia”, en
las mágicas misas en la Inmaculada Concepción, en tiempos en que las ofrecía el
irreverente cura Hugo; poco me faltó para formar parte de alguna fraternidad y
salir a bailar en la entrada de diciembre. En concreto, he cambiado varias
veces de domicilio dentro de “Sopo”, pero siempre en sus entrañas más profundas:
un poco de mí está compuesto de Neptuno, Forum y Universidad Nuestra Señora de
La Paz –donde ejerzo la docencia desde hace más de doce años-.
En términos prosaicos diríamos que “no hay dónde perderse”
-de hecho, si por algún motivo apareciera abandonado en alguna de sus calles,
sabría exactamente dónde me encuentro- soy bastante más sopocachense que
achumaneño, por decir algo. Eso sí, de miraflorino no tengo nada –lo más cerca
que estuve de serlo fue cuando ensayaba con una banda musical en las
proximidades del estadio-.
Con toda la movilidad en materia de residencia que tuve –y,
sinceramente, quisiera quedarme donde recalo actualmente (que no es Sopocachi)-
he ido dejando cosas por aquí y por allá, conservando, sin embargo, las que
considero intransferibles. Una de ellas –mire usted adónde nos lleva esta
historia- es una colección de la revista “Sopocachi” de la cual fui suscriptor.
La tengo flamante, como recién salida de la imprenta y como imperecedero
recuerdo de quien fuera su gestor y editor, Huáscar “Huaqui”Cajías.
“Sopocachi” circuló entre mayo de 1989 y enero de 1993
(hasta donde los ejemplares de que dispongo lo muestran), manteniendo una
fidelidad a su presentación externa e interna que no parecía claudicar ante
exigencias más “comerciales” en
cuestiones de diseño y diagramación. Me pregunto si acaso continuara
publicándose, si se mantendría con las mismas características pese a todas las
“novedades” que han ido apareciendo los últimos 20 años. Nunca lo sabremos,
porque ahora su impulsor es uno más de los espíritus que rondan por la zona
que, para bien o para mal, ya no es la de entonces, aunque el editorial del
primer número de la revista ya daba cuenta de las transformaciones que
ocurrían: “… la ciudad de La Paz vive importantes y acelerados cambios bajo la
influencia de corrientes modernizadoras. Desde hace algunos años, los distintos
estratos de la sociedad paceña, asentados en su pasado sociohistórico, tienden
a configurar nuevas orientaciones culturales, artísticas y estilísticas, las
que cotidianamente son expresadas por los habitantes en sus barrios… La zona de
Sopocachi y su entorno constituyen una dinámica muestra de lo señalado”.
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