Resulta que nací el año del Mundial de Chile –vaya sacando
cuentas de mi añejamiento-, por lo que del primero que tengo conciencia clara
es del primero que se jugó en México: junto a los álbumes “Naturama” y
“Enciclopédico” –me costó mucho convencer a mi papá de que me lo comprara
porque se negaba a costearme un álbum “psicodélico”, que es lo que sus
hipersensibles oídos le habían transmitido- apareció el dedicado al certamen
azteca.
A regañadientes, mi viejo accedió a financiarme el llenado
del mismo, tal como los otros progenitores hicieron con sus respectivos hijos y
como, en calidad de padres, lo hacemos ahora con los nuestros.
Creo que el encanto de llenar estos álbumes ha adquirido un carácter
de vínculo intergeneracional que pocas cosas, entre ellas el fútbol, pueden
conseguir… vaya usted por las proximidades del las graditas de la Pichincha y
le será difícil percibir quién está más entusiasta: si el padre que “acompaña”
al hijo a conseguir las “figuritas” que le faltan o si éste, que anda tras la
“clave” por la cual aquel tendrá que pagar una pequeña fortuna.
Mi hijo ya lleva tres álbumes completados con la complicidad
de su viejo, aunque debo reconocer que este año fue más bien su madre la que se
involucró en esta historia.
Hago estas consideraciones porque pasada las ceremonias de
coronación del campeón y comenzada una nueva espera de cuatro años hasta la
próxima –y así sucesivamente-, los álbumes mundialistas van quedando como el
elemento con mayor cualidad evocativa, no sólo de cada evento, sino de nuestras
propias vidas.
Yo, que no soy, en absoluto, un tipo nostálgico, puedo, a
través de la mirada a estos cuadernillos repletos de caras de jugadores,
actualizar con claridad pasajes de historias, propias y ajenas, que no tienen
mucho que ver con el fútbol pero que sin éste se habrían perdido
irremisiblemente.
Con mi hijo compartimos la pasión futbolera: ambos nacimos
en año mundialista –él, en pleno Francia 98-, pero, además, ambos “año del
Tigre” en el calendario chino y, por si fuera poco, nuestro corazones son
aurinegros.
Y, mundial tras mundial, volvemos a buscar “la clave”, la
clave de la felicidad…
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