miércoles, 23 de febrero de 2011

Virtuosismo y rutina (Alejo Carpentier, 1952)




En principio, no soy enemigo del virtuoso. El virtuoso –de acuerdo con una expresión italiana que data, si no me equivoco, del siglo XVII- es aquel músico o artista que ha llegado a tener “el completo dominio de una técnica”. Lo que significa, con otras palabras, que ha pasado a la categoría de maestro en su oficio. Y como maestro, se permite lo que no puede permitirse un aprendiz, en cuanto a la utilización de sus facultades naturales y su poder de ofrecernos, en cualquier momento, una ejecución trascendental.

Pero el virtuosismo, cuando se sistematiza, suele acompañarse de un vicio debido a un proceso de deformación profesional. El virtuoso, ufano de su virtuosismo, acaba por querer demostrar a todos que es el más virtuoso de todos los virtuosos. ¿Y cómo demostrarlo, sino ejecutando con mayor maestría y relumbre, lo que otros ejecutaron antes que él? ¿Y cómo lograr que el público se dé cuenta de lo que quiere probar, si la prueba no se hace a base de obras que el público conoce muy bien?... Por tanto, si el virtuoso es pianista, tocará los conciertos más manidos; si es tenor lírico, se atendrá a las óperas que tienen romanzas que todo el mundo tararea. Y si es director de orquesta, andará por las capitales del planeta con un repertorio de diez sinfonías, ocho oberturas y cinco poemas sinfónicos, saliendo al escenario, cada vez, con una expresión entendida, que equivale a guiñar el ojo a sus oyentes, y decirles: “¡Ahora verán ustedes cómo me suena la Quinta de Chaikovsky!... ¡Ahora sabrán ustedes cómo debe tocarse la Sinfonía Heroica!… ¡Ahora sabrán ustedes lo que es la Obertura de Egmont!”… Exactamente como cuando los grandes cocineros dicen: “Ustedes sabrán realmente lo que es una perdiz estofada que yo preparo”.

De ahí que el virtuoso, que sabe entusiasmarse por su dominio técnico y su inteligencia de los textos, nos resulte enojoso, a veces, cuando leemos sus programas, en frío, lejos de las salas de concierto donde ejerce el poder de seducción sobre los públicos. Siempre es la misma sonata, el mismo concierto, la misma sinfonía que tocaron, el mes pasado, el virtuoso alemán, el virtuoso polaco y el virtuoso austríaco. Y así, en otro dominio, actúan también –hay que reconocerlo- la bailarinas famosas.

Sin virtuosismo no hay danza de alta jerarquía. Más aún: la danza es probablemente la forma de arte que exige el mayor grado de virtuosismo por parte del intérprete. Pero, esto entraña el eterno vicio que empequeñece, en cierto modo, la figura del virtuoso. Mientras mejor es el ballet, y más renombre tiene las estrellas, más monótono habrá de ser el repertorio. No hace falta publicar previamente los programas. Ya sabemos que habrá Lago de los Cisnes y Cisne Negro, Las Sílfides, Coppelia, Giselle, Pas de quatre y Don Quijote. No niego que tales ballets sean los más firmes puntales de la danza académica, y que el trozo de bravura que es El Cisne de Saint-Saëns deba figurar , desde los tiempos de Anna Pavlova, en el repertorio de toda gran danzarina –como todo gran pianista debe saberse los conciertos fundamentales. Pero… ¿acaso no existen otros ballets?... Me dirán los empresarios que los mencionados son “los que el público prefiere”. ¿Y qué saben ustedes, señores, si esos son los que el público prefiere, puesto que no le han mostrado los muchos otros que han venido a enriquecer el repertorio coreográfico, desde hace treinta años?...

ALEJO CARPENTIER
5 DE OCTUBRE DE 1952

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