martes, 5 de mayo de 2009

AFINANDO EL ÓRGANO




Por prescripción de la Constitución vigente –Artículo12- la institución a cargo de la administración de los procesos electorales (incluidos los registros conexos) vuelve a adquirir el rango de Poder del Estado. Esto es la calidad de igualdad en la interlocución con los otros tres poderes.

Tal condición le hace más resistente a una posible ingerencia, particularmente de la proveniente del Ejecutivo, como la que se evidenció durante la gestión del anterior presidente de la que todavía llamamos Corte Nacional Electoral, organismo que desde 1991 había desarrollado una cultura institucional basada en la independencia, la autonomía, la transparencia y la imparcialidad, principios que fueron prácticamente desbaratados bajo dicha dirección.

Con la designación de la nueva vocal y del flamante presidente, el Órgano tiene la tarea de revertir el proceso de desgaste institucional en el que se encuentra y, consiguientemente, restituir la confianza que alguna vez inspiró en la ciudadanía.

Esta suerte de derrumbe de la Corte y la oportunidad que se le presenta para reencauzarse por la vía adecuada, me mueven a un par de reflexiones, sobre todo para el futuro de la nuestra vida en democracia.

Ambas tienen que ver con las designaciones de los vocales, en general, y de los presidentes del Órgano, en particular.

Independientemente de la persona, en este caso la vocal Roxana Ibarnegaray que me merece la mayor de las consideraciones, creo que con la renuncia de José Luis Exeni se daban las condiciones para empezar a darle a la CNE el lugar que le corresponde como Poder del Estado. Si bien el Código Electoral vigente establece que uno de los vocales es producto de la designación del Ejecutivo en calidad de representante del mismo en la Sala, su nuevo estatus hace ver como anacrónica tal prescripción. Me pregunto qué hace el representante de un Poder en la médula de otro. ¿Acaso en la Corte Suprema de Justicia existe un vocal que representa al Presidente del Estado?

El otro asunto es más subjetivo, una sensibilidad si se quiere, y tiene que ver con la caracterización de los futuros aspirantes en función a reducir al máximo las susceptibilidades sobre su postulación –con especial énfasis en el (la) candidato(a) a presidente-. La Constitución estipula que se puede acceder al Órgano desde los treinta años. Hemos tenido vocales jóvenes –incluso uno de sus presidentes, muy solvente él- que han cumplido a cabalidad su misión; pero el paso de un profesional relativamente joven por la presidencia de la Corte, hace pensar en ciertas veleidades del árbitro que aspira a muchas otras cosas en la vida y cree que agradando a los poderosos de turno las va a conseguir.

El ejercicio de una vocalía en el Órgano –de su presidencia, para no ser absolutamente excluyente- debería ser la culminación de la vida pública de un ciudadano; es decir, que más allá de su gestión no existan otras aspiraciones.
Esta sería una clara señal de independencia, inclusive si el (la) vocal hubiera tenido militancia partidaria en su currículo -¿por qué penalizar el derecho que tiene uno de militar?- El punto es que, al final de su carrera no tiene por qué congraciarse con nadie. De esta manera también se estimularía a los ciudadanos a que lleven un vida proba, tanto en lo público como en lo privado.

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