¿Puede alguien en su sano juicio oponerse a una reforma
profunda a Derechos Reales? ¿o al enriquecimiento ilícito? ¿o a la elaboración
de información falsa (fake news)? ¡Por supuesto que no -salvo que se trate de
aquellos involucrados en esos u otros ámbitos cuestionados-.
Normas que ataquen tales males deben ser bien recibidas,
apoyadas inclusive, por la ciudadanía, y el Gobierno que las ponga en práctica
debería merecer un aplauso generalizado.
Entonces, ¿por qué diantres varias leyes y decretos ya
emitidos (o propuestos) durante los gobiernos de Morales Ayma y de Arce
Catacora han chocado con una resistencia social que ha llevado a sus
propulsores a abrogarlos?
Ni por conspiración, ni por ocho cuartos, como al momento
de dar marcha atrás argumentan los dichos gobernantes. La razón, mucho menos
ficticia, es porque la ciudadanía no está dispuesta a comer vidrio molido; y
muchas normas, aparentemente benignas, provenientes del régimen contienen,
precisamente, vidrio molido. En términos populares, los ciudadanos se dan
cuenta de que se les quiere meter gato por liebre.
Si aquellas disposiciones legales no incluyesen artículos
“de contrabando”, su recepción sería abrumadoramente favorable. Pero el régimen
tiene el prurito autoritario en sus genes y quiere hacer pasar, con cierto
disimulo, artículos que a corto o mediano plazo afectarán las libertades, la
propiedad, el patrimonio o la honra de quienes el Gobierno considere incómodos
por no inclinarse ante sus designios.
Es bien sabido que la pérdida de credibilidad (confianza)
es uno de los elementos más difíciles de recuperar y, dadas las circunstancias,
todo acto del régimen es observado con desconfianza, máxime cuando sus
operadores no parecen transparentes a la hora de explicarlos.
El caso más reciente de recule gubernamental luego de haber
emitido un decreto es el que pretendía una reforma a Derechos Reales, esa
institución dependiente del Poder Judicial. Como decía al comienzo, ¡quién
podría oponerse a tan noble propósito!, pero resulta que, a título de semejante
maravilla, la “letra chica” disponía un control prácticamente absoluto de los
datos por parte de la AGETIC, una oficina del Ejecutivo. ¡Es que así no hay
manera!
Y, claro, la población no está dispuesta a confiar la data
de su(s) propiedad(es) al ente expropiador por excelencia, el que tiene el
monopolio de la represión. Aunque, curiosamente, a eso el Gobierno le llame
“conspiración”.
El propósito original de la tal AGETIC fue el de acortar la
brecha digital reinante en el país, cosa que se consiguió parcialmente, pero
posteriormente, la entidad fue haciéndose demás competencias, en nombre de la
implementación del “gobierno digital” y, como marabunta, inmiscuirse en
diversos terrenos, incluido el electoral, con los resultados (fraude)
conocidos.
Hincarle el diente a DDRR debe ser un placer anhelado
largamente por el Ejecutivo, el que, a través de su brazo tecnológico estuvo a
punto de hacerlo. Hay que decir, sin embargo, que AGETIC demostró una
diligencia y rapidez (¿rapacidad?) dignas de mejor propósito –y ejemplo para el
resto de la burocracia- a la hora de poner en práctica la toma de DDRR. No sólo
que ya tenía todo listo aún antes de la emisión del decreto, sino que al minuto
de su entrada en vigencia ya había avanzado un largo trecho para su
cumplimiento. Habría que decir que todo estaba fríamente calculado, pero que la
indignación de la ciudadanía impidió que siguieran con tal despropósito, y los
“agéticos” se quedaron con los crespos hechos. Ya no se le puede tomar el pelo,
impunemente, a la gente.
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