Mi fascinación por la bolivianita no es reciente. La tengo
de mucho antes y tal encantamiento ha seguido creciendo con el tiempo
–hace poco honré a mi esposa con una joya hecha con base en aquella-. Más
de una vez he dedicado breves textos a exaltar su particular belleza, misma que
no radica en la “pureza”, sino en los distintos grados de mezcla que posee.
Esta gema formada naturalmente en yacimientos del oriente,
registra, a la manera de una denominación de origen, su procedencia boliviana,
siendo de exclusiva extracción en nuestro país. Tanto cruda como cortada y
tallada se muestra atractiva, aunque su exportación, por ley, solo es permitida
si tiene valor agregado; sacarla fuera del territorio nacional en estado
“natural” es ilegal.
La preciosa bolivianita tiene una composición geológica y
una leyenda con dos versiones, aunque ambas coinciden en la figura de Anahí,
princesa ayorea –de ahí el nombre de la mayor mina que la alberga. Una de las
historias narra la historia de amor entre ella y un conquistador español, Don
Felipe, quien la desposó, pero, al intentar regresar a Europa llevándosela, los
lugareños decidieron matarlo, pero Anahí se interpuso ayudándolo a huir,
ofrendando su propia vida, no sin antes entregar a su amado a gema que hoy
conocemos como “bolivianita”, cuya conjunción de colores simboliza el amor.
También se cuenta que mientras Anahí recorría la selva
observo la presencia de extraños a caballo, fue a contar el hecho a su padre,
pero mientras lo hacía, los conquistadores arrasaron el poblado; el padre
consiguió escapar, pero la hija murió en sus brazos. Desde entonces, en memoria
suya, el hombre llevó la gema bicolor. Igualmente, lo simbolizado es el amor.
Físicamente, la gema está contiene, de forma combinada,
aunque no estrictamente fusionada, dos piedras preciosas: citrino y amatista, lo
que le otorga un encanto singular: dos tonos de reflejo consonante.
Con total propiedad puede decirse que nuestra tan boliviana
bolivianita es una gema mestiza. Más aún cuando las piezas, ya sea en bruto o
procesadas, tienen distintos grados de presencia de una u otra de las
mencionadas piedras, tal como el mestizaje se presenta en la biología y en la
cultura: no como una mezcla a partes iguales, sino como una gama ilimitada de
posibles combinaciones, sin que por ello se deje la condición del ser producto
de la conjunción de elementos que se manifiestan en un cuerpo o en una expresión
multiplicados ad infinitum.
El proclamar interesadamente que uno es de composición
étnica químicamente pura, es desconocer el proceso de mestizaje desarrollado
durante siglos y ampliado los últimos 50 años por el fenómeno de la masiva
migración global, lo que no niega la existencia de grupos, unos más grandes que
otros, cuya pervivencia de sus culturas y tradiciones, incluidas sus lenguas ancestrales
(cuya preservación es vital), han experimentado menor grado de relación
(mestizaje) con otros –sobre todo, aquellos que permanecen alejados de las
grandes concentraciones urbanas-.
He hecho estas referencias, entre metafóricas y factuales,
a raíz de la falacia de la negación del mestizaje promovida por el régimen en
su propósito de sostener un discurso ideológico “purista”, cayendo, inclusive,
en el ridículo, como la ministra que, sin ponerse colorada, dice que Bolivia
“es un pueblo indígena originario campesino”.
Lo que sostengo va más allá de la inclusión o no de la
categoría “mestizo” en la boleta censal. Así como no encontramos dos piezas de
bolivianita exactamente idénticas, de la misma manera somos l@s bolivian@s:
iguales y divers@s al mismo tiempo. Mestiz@s, en suma.
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