Alguien pierde un referéndum que le permitiría postularse
indefinidamente a la presidencia y, a la vuelta de la esquina, cinco años más
tarde, otro pierde la elección que le permitiría quedarse un periodo más en el
poder.
En el primer caso, el derrotado y sus serviciales
operadores montan una estrategia de reversión que empieza con la negación del
hecho y continúa con acciones legales –son “dueños” del Tribunal Constitucional
y controlan el parlamento- para sentenciar que el sujeto puede prorrogarse ad infinitum en el gobierno.
La negación se sustenta en una “gran mentira”, una
conspiración orquestada por la oposición, usando a una inocente dama a quien se
le atribuye haberse internado en los aposentos del jefazo para desacreditarlo
ante la ciudadanía, de modo que ésta le exprese su repudio votando por el “No”
a la aspiración de atornillarse para siempre a la silla presidencial.
La arremetida jurídica consiste en hacer aparecer un
supuesto derecho humano a la reelección indefinida, bendecido por tribunos
rastreros, lo que habilita al personaje a volver a postularse. Tras la elección
y en la medida en que avanza el coteo de votos, se da cuenta de que éstos no le
alcanzarán para hacerse del triunfo en primera vuelta, por lo que, junto a “su”
órgano electoral, los operadores del régimen acuden al fraude sin prever una
probable reacción ciudadana que pone coto a tan grotesco montaje.
Un lustro después, el derrotado (2) y sus serviciales
operadores montan una estrategia de reversión que empieza con la negación del
hecho y continúa con acciones legales –ejercen cierta influencia sobre algunos
jueces y tienen un equipo jurídico inescrupuloso- para argüir una supuesta
conspiración, patraña sin pies no cabeza que algunos se la compran.
Con la negación de la contundente victoria de su oponente,
atribuyéndola a un “fraude electoral” existente solo en la afiebrada cabeza
azanahoriada del derrotado, él y sus amigotes quieren ampliar su estancia en el
poder, contra la voluntad ciudadana expresada en las urnas (o, transferida al
colegio electoral, si se prefiere). Tengo mis reparos sobre el sistema de
elección de EEUU que, entre otras cosas, pese a haber perdido por más de dos
millones de votos ante la candidata rival hace cuatro años, le otorgó el
triunfo entonces y, en respeto a las reglas del juego, ella reconoció al
candidato electo sin grandes aspavientos. En la elección reciente ambas cosas
se corresponden: la brecha del voto popular entre el ganador y el indecente
perdedor es de una dimensión pocas veces vista, y el voto del colegio electoral
lo corrobora.
La arremetida jurídica –pena por un otrora lúcido
exalcalde- consiste en hacer aparecer una supuesta conspiración y maquinar una
deslegitimación del triunfo del adversario para luego intentar revertir la
situación a su favor. Pero las instancias apeladas, incluso aquellas donde
había “amigos”, le fueron diciendo sistemáticamente que “no way” –o, “no, güey”,
según quién lo diga-.
Lo más delicado del asunto es que tal individuo ha colocado
a la democracia de los “padres fundadores” al borde del abismo, dejando a su
legítimo sucesor la tarea de curarla de sus heridas. Entretanto, este último ya
ha hecho designaciones importantes y ha instado su equipo económico para llegar
al 20 de enero con lo necesario para afrontar el reto que le espera.
Puede tratarse de una similitud, de parecidos razonables o
de pura coincidencia; el caso es que la diferencia entre un populista y otro,
así sean de distinta, opuesta inclusive, corriente, no es muy grande.
Ahora bien, ¿hay algo más vomitivo que las personas
comparadas en este texto? Sí, lo hay: quienes justifican fanáticamente los
desvaríos de aquellas.
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