Independientemente de que los comicios generales se
realicen o no el 6 de septiembre, un clima social y político electoral nos
envuelve irremediablemente y vemos a sus actores hechos un manojo de nervios
ante lo que, según el cálculo de cada quien, se juega en aquellos.
Luego del monumental fraude cometido por el antiguo régimen
vino una sucesión constitucional cuya titular recibió el mandato –en tácito
contrato con la ciudadanía- de llevar una transición democrática no traumática
que comenzó auspiciosamente. La ruptura de dicho mandato, un hecho político
vergonzoso, y la aparición de la calamidad, un hecho de salud pública sin
precedentes, pusieron todo de cabeza y acá estamos con un Tribunal Supremo
Electoral, fruto, precisamente, de la voluntad ciudadana expresada en las
jornadas de octubre y diciembre del pasado año, hastiada de las pandillas que
el MAS entronizaba en el ente rector de los procesos electorales –Poder del
Estado, para más señales- sometido a fuego cruzado.
Que el señor Morales Ayma y sus huestes la emprendan contra
el organismo electoral no debería extrañar a nadie. Evidentemente, una
institución imparcial es lo que menos le conviene a la tienda azul, acostumbrada
a ordenar a “su” tribunal plurinacional cada una de sus acciones.
Pero que sea el propio gobierno de transición que
posibilitó, para regocijo de la ciudadanía, la “limpieza” del TSE quien le dispare
munición gruesa raya en la más absurda incongruencia.
Supongamos por un momento que la señora Presidenta no fuera
parte involucrada en la carrera electoral. ¿Estaría su Gobierno en afanes de
defenestrar al Poder Electoral? No lo estaría, obviamente.
Ocurre, sin embargo, que como se ha entremezclado la
gestión con la campaña -cada vez más inclinada a ésta que a aquella- se ha
perdido también el sentido histórico de la misión que le fuera conferida por el
soberano. No quiero pensar en que a la presi-candidata le encantaría tener una
corte dócil a su disposición. Ojalá no sea el caso, porque de ser así se habrá
convertido en aquello que se condenaba desde el frente, pero que, al cruzar la
calle, encandilada por el poder, se lo asume como propio y con todas sus
miserias.
Como no soy cosmobiólogo no puedo predecir lo que,
finalmente, ira a suceder; pero, al menos puedo visualizar escenarios posibles
y uno de ellos es el de la exacerbación de las campañas hasta tornarse en
violentas. Una violencia que podría trascender el cuidado sanitario impuesto
por la calamidad.
A ese escenario, prefiero el de unas elecciones con todas
las medidas de bioseguridad que se requieran. Y esto, según me han comentado
amigos conocedores del tema no es un asunto de cuándo, sino un asunto de con
cuánto.
Esto quiere decir que, si se tienen los recursos económicos
necesarios para tal empresa, las elecciones podrían realizarse efectivamente el
6 de septiembre y que si no se los tiene (o el Gobierno no los suelta) podemos
esperar sentados hasta el próximo año –y me estoy quedando corto-.
O sea, que nos vengan a decir que esto de patear lo más
lejos posible las elecciones un asunto de carácter sanitario –basta con darse una
vuelta por cualquier feria local para caer en cuenta de que una elección con
todas las medidas de control es infinitamente más inocua-. ¡Es puro cálculo!,
como lo es la insistencia de otros por ir a las urnas la próxima semana si de
ellos dependiese.
Es, por último, campaña. Campaña(s) en las que los actores,
como decía, están algo desquiciados por lo que se juegan.
Final abierto con pregunta retórica: ¿Por quién doblan las
campañas?
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