Desde hace un tiempo, vengo
con la idea de dirigirme, a través de esta columna, a la comunidad
internacional, a propósito de las elecciones de octubre próximo. Sin embargo,
lo acontecido en nuestra porción de amazonía nos supera, haciendo excluyente
abordar en perspectiva esta quema forestal de proporciones dantescas.
Temo, no obstante, que dentro
de dos semanas –frecuencia de publicación de mis textos- ya sea demasiado tarde
para sensibilizar al concierto de estados democráticos sobre lo que se está
tramando, desde el poder, para liquidar todo vestigio práctica democrática en
Bolivia. Por tanto, iré directamente al llamado que tengo para dichos estados:
Hagan un acuerdo para reconocer como Presidente al ganador de entre los
candidatos legales –tanto mejor si alguno de éstos es ganador absoluto-. Bien
saben que hay un usurpador que ha violado la Constitución y desoído la voluntad
popular expresada en el referéndum del 21 de febrero de 2016. No teman ver
afectadas sus inversiones e intereses legalmente certificados. Tengan la
certeza de que el Gobierno que, en conjunto, reconozcan, sabrá respetar su
seguridad jurídica.
Ahora bien, ocupémonos de la
tragedia que vive Bolivia que, aunque no parezca, no está divorciada del
llamado hecho previamente. Sostengo esto debido a la renuencia del régimen a
solicitar cooperación internacional para las labores de mitigación del incendio
y sus consecuencias para el medioambiente (la Pachamama, que tanto dice venerar
el usurpador Morales Ayma), las especies animales, la flora tropical y la vida
de las personas que habitan la vasta región afectada. Finalmente, a
regañadientes, el régimen aceptó la ayuda voluntaria, en una posición que puede
graficarse como “si quieren manden ayuda, pero sepan que no la necesitamos”, lo
que deja entrever no la soberbia –que la tiene- que muchos atribuyen al
usurpador, sino una especie de deseo de que el fuego acabe con todo para, como
dijo uno sus operadores, “reforestar con coca” el área.
Para que no quepa duda, me
hago eco de lo que voces de distinta procedencia han manifestado: el
responsable de esta atrocidad es el régimen, personificado en su cabecilla, por
haber emitido normas contrarias a la preservación de la Madre Tierra en
consonancia con su política de asentamientos (colonos) y de ampliación de la
frontera agrícola. Lo demás es puro intento de desviar la atención. El señor
Morales Ayma puede disfrazarse de guardia forestal la veces que quiera; el daño
está hecho y no hemos escuchado una sola palabra de “mea culpa” de parte suya.
Ver el desastre que ocurre en
la Chiquitanía como algo aislado es engañoso –y hasta conveniente al régimen-.
Lo indicado es considerar los hechos que van desde el Tipnis hasta la la
Chiquitanía, pasando por El Bala, El Chepete, Tariquía y otros atentados en
curso, como un continuum que
demuestra que Pachamama, Madre Tierra o medioambiente son poco menos que
alpargatas para el régimen; que la defensa que hace en foros internacionales es
pura retórica. Ahí está la mano depredadora del régimen; ahí está el reciente
ecocidio. Lo que hace doblemente condenable su acción depredadora es que la
pandilla que nos gobierna se montó en el discurso ambientalista (pachamamista,
en sus términos) para llegar al poder. Bolsonaro puede ser todo lo detestable
que se quiera, pero la diferencia es que la posición de éste siempre fue la de
la destrucción del bosque en nombre del progreso –una distorsión del lema
patrio brasileño-.
¿Qué queda, entonces? Comenzar
a sentar las bases para un juicio de responsabilidades, que incluya todos los
delitos, contra Juan Evo Morales Ayma y sus colaboradores; un juicio ejemplar,
para que nadie ose cometerlos en el futuro.
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