Comenzando esta gestión, dejo, por un momento, los asuntos de fondo –como nuestro indeclinable compromiso con la democracia, cada día más venida a menos por la acción depredadora del régimen- para, con la venia del respetable, ocuparme de cosas personales que, espero, le resulten gratas.
Sucede que este año, quien escribe estas líneas va a
cumplir 20 desde que por quién sabe qué designios –entre junio y julio de 1998-
se convirtió en padre, aceptó una invitación para ejercer como docente
universitario, y comenzó a publicar regularmente la columna que, justamente
ahora, me permite hablar sobre estos aspectos de su vida. En el balance, puedo
declarar que, fruto de estos hechos, he tenido muchas más satisfacciones que
sinsabores y que, estoy dispuesto a llevar los dos últimos hasta las últimas
consecuencias –el primero, ciertamente no es cosa de elección, es
irrenunciable-.
La paternidad me llegó relativamente tarde y fue producto
de una planificación cuasi científica con mi esposa de entonces –con quien
llevábamos un año y siete meses de matrimonio- para que el deseado hijo llegara
a este mundo en condiciones óptimas. Él está consciente de este detalle y se me
ocurre que lo valora, lo que nos ha ayudado a superar circunstancias complejas
sin mayores aspavientos. Hoy formamos parte de la familia ampliada en la que el
próximo veinteañero –que tiene una hermana menor con quien vive en casa de su
madre- se lleva de maravilla con mi actual esposa. Me siento premiado por la
vida y no me corro de la idea de ser padre por segunda vez, aunque esta
posibilidad aún no ha sido considerada para pasar a la fase de planificación.
Lo de la docencia pudo haber llegado antes, pero fui
rechazando sistemáticamente las invitaciones que me hacían llegar desde la
academia. Rechacé, inclusive, la que me extendió un entrañable amigo que
ejercía como decano; lo hice, y así se lo dije, para evitar que se pensara que
estaba en la universidad “por ser amigo de…”, hasta que en el extraordinario
98, otro funcionario, a quien apenas conocía, me convenció, pese a las
objeciones que le planteé, para aceptar el honor. Desde entonces me he
desempeñado, en diferentes cátedras, como el profesor invitado que intenta que
cada estudiante descubra el gran creador que lleva dentro. Asumo la docencia
con desenfrenada pasión.
Dejo para el final lo que me permite estar en contacto
con usted: esta columna genéricamente llamada “Agua de mote” en irónica alusión
a lo que se considera de escasa importancia. En este tiempo, veinte años, la
columna ha sobrevivido a la censura de que fuera objeto en el periódico en el
que nació cuando éste fue tomado por el régimen, y a la quiebra del medio que
la acogió luego de su retiro; lleva, para mi satisfacción, prácticamente cinco
en Página Siete.
Entre las anécdotas, algunas poco graciosas, relacionadas
con este oficio, mencionaré las que el espacio que queda me lo permita.
Cierta vez recibí una llamada desde Palacio “invitándome”
a “bajar el tono” de mis textos. Por mi parte, invité a mi interlocutor, con
quien tenía alguna cercanía, a que su gobierno se ocupe de la gestión y no de
mis opiniones. La cosa no llegó a mayores.
También recibí la llamada de un alcalde quien, en acto de
humildad, se excusó porque lo puse en evidencia sobre unas declaraciones suyas
que no tenían sustento alguno. “No tenía alternativa”, me dijo y se disculpó.
La flor se la lleva la ocasión en la que se presentó en
mi trabajo una señorita y me dijo “vengo de parte del ministro fulano de tal y estoy a su disposición
para lo que usted quiera”. No tardé mucho en afuerearla con el encargo de agradecer al ministro por su “gentil
regalo”. Días antes había publicado una columna durísima en su contra.
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