miércoles, 3 de enero de 2018

Paternidad, docencia, columna



Comenzando esta gestión, dejo, por un momento, los asuntos de fondo –como nuestro indeclinable compromiso con la democracia, cada día más venida a menos por la acción depredadora del régimen- para, con la venia del respetable, ocuparme de cosas personales que, espero, le resulten gratas.

Sucede que este año, quien escribe estas líneas va a cumplir 20 desde que por quién sabe qué designios –entre junio y julio de 1998- se convirtió en padre, aceptó una invitación para ejercer como docente universitario, y comenzó a publicar regularmente la columna que, justamente ahora, me permite hablar sobre estos aspectos de su vida. En el balance, puedo declarar que, fruto de estos hechos, he tenido muchas más satisfacciones que sinsabores y que, estoy dispuesto a llevar los dos últimos hasta las últimas consecuencias –el primero, ciertamente no es cosa de elección, es irrenunciable-.

La paternidad me llegó relativamente tarde y fue producto de una planificación cuasi científica con mi esposa de entonces –con quien llevábamos un año y siete meses de matrimonio- para que el deseado hijo llegara a este mundo en condiciones óptimas. Él está consciente de este detalle y se me ocurre que lo valora, lo que nos ha ayudado a superar circunstancias complejas sin mayores aspavientos. Hoy formamos parte de la familia ampliada en la que el próximo veinteañero –que tiene una hermana menor con quien vive en casa de su madre- se lleva de maravilla con mi actual esposa. Me siento premiado por la vida y no me corro de la idea de ser padre por segunda vez, aunque esta posibilidad aún no ha sido considerada para pasar a la fase de planificación.

Lo de la docencia pudo haber llegado antes, pero fui rechazando sistemáticamente las invitaciones que me hacían llegar desde la academia. Rechacé, inclusive, la que me extendió un entrañable amigo que ejercía como decano; lo hice, y así se lo dije, para evitar que se pensara que estaba en la universidad “por ser amigo de…”, hasta que en el extraordinario 98, otro funcionario, a quien apenas conocía, me convenció, pese a las objeciones que le planteé, para aceptar el honor. Desde entonces me he desempeñado, en diferentes cátedras, como el profesor invitado que intenta que cada estudiante descubra el gran creador que lleva dentro. Asumo la docencia con desenfrenada pasión.

Dejo para el final lo que me permite estar en contacto con usted: esta columna genéricamente llamada “Agua de mote” en irónica alusión a lo que se considera de escasa importancia. En este tiempo, veinte años, la columna ha sobrevivido a la censura de que fuera objeto en el periódico en el que nació cuando éste fue tomado por el régimen, y a la quiebra del medio que la acogió luego de su retiro; lleva, para mi satisfacción, prácticamente cinco en Página Siete.

Entre las anécdotas, algunas poco graciosas, relacionadas con este oficio, mencionaré las que el espacio que queda me lo permita.

Cierta vez recibí una llamada desde Palacio “invitándome” a “bajar el tono” de mis textos. Por mi parte, invité a mi interlocutor, con quien tenía alguna cercanía, a que su gobierno se ocupe de la gestión y no de mis opiniones. La cosa no llegó a mayores.

También recibí la llamada de un alcalde quien, en acto de humildad, se excusó porque lo puse en evidencia sobre unas declaraciones suyas que no tenían sustento alguno. “No tenía alternativa”, me dijo y se disculpó.


La flor se la lleva la ocasión en la que se presentó en mi trabajo una señorita y me dijo “vengo de parte del ministro fulano de tal y estoy a su disposición para lo que usted quiera”. No tardé mucho en afuerearla con el encargo de agradecer al ministro por su “gentil regalo”. Días antes había publicado una columna durísima en su contra.

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