Me ha resultado conmovedor el gesto de un manojo de
personajes del oficialismo que, amenaza mediante, exigieron el retiro inmediato
de sus retratos de un banner (cartel)
que los proponía, junto a varios otros políticos emergentes provenientes de
todo el arco ideológico en vigencia, como potenciales líderes –con la
posibilidad implícita de que puedan, inclusive, ser los reemplazantes de los
actuales-. Obviamente, para los exponentes del régimen incluidos en dicho
gráfico, esto significaba colocarse en posición de hacerle sombra a su jefe,
con las represalias de rigor que éste y su entorno ejerzan sobre ellas –pues
fueron las mujeres de azul las más preocupadas por “desaparecer” del cartelón-. Caer en
desgracia por este tipo de susceptibilidades es propio de esquemas autoritarios
(recomiendo leer “La Broma”, de Milan Kundera, para mayor abundancia sobre esta
afirmación).
Y digo conmovedor por dos razones: la primera, porque la
vehemente reacción de las damas de referencia tiene la triste connotación de
revelar el temor patológico a poner cuestión la jefatura a la que responder sin
chistar, negando su propia condición de políticas con proyección; la segunda,
porque de no haber armado semejante berrinche, tal galería fotográfica hubiera
pasado inadvertida y su difusor, el señor Alvarado, archivado en el anecdotario
de la vida pública, en el anonimato.
Total, que el condenado afiche adquirió una visibilidad
impensada, y que su breve promotor alcanzó una notoriedad que merecería
ponerse él mismo –que no figura entre
los políticos emergentes del banner-.
El lado gratificante del experimento ha sido que – a
excepción de María Galindo, que siempre se ha mostrado reticente a compartir
cartel con otros actores; ella siempre es el personaje principal- el resto de
los “líderes del futuro” no ha mostrado antipatía hacia esta campaña, por lo
que se infiere que han tomado de buen grado su inclusión en la misma, dejando
entrever que en sus diversas tendencias existe algo más de tolerancia a la
competencia (democracia, que le dicen) –empezando por sus propios líderes
actuales- que la que se practica en la del régimen que, autoritario por
definición, ha ocluido todo conducto que promueva nuevos jefes –que, a
diferencia de los líderes, se asumen como poderosos dictadores-.
Es ya un lugar común hacerse la pregunta retórica sobre
“cuándo se jodió” esto o aquello. Plinio Apuleyo, Vargas Llosa y Carlos Mesa
hicieron dicha pregunta, cada cual en su país y en su momento. Hace años, el
columnista Mauricio Aira la hizo respecto del MAS.
Confieso que, en principio quise titula esta columna como
“¿Cuándo se (re)jodió el MAS?” pero lo consideré poco apropiado para la fecha;
sin embargo, considero que lo hizo cuando se convirtió (¿o fue concebido así
desde el comienzo?) en un instrumento al servicio de un caudillo (y su
grupículo lambiscón) sin más proyecto que la reproducción ad aeternum del poder, más allá incluso de la existencia biológica
de aquel y transmisible por vía genética a su descendencia –a la manera de una
dinastía-.
La actitud adoptada ante un poster que pretendía resaltar
su proyección como políticos por la muchachada oficialista es una comprobación
fáctica de ese tipo de estructura inaccesible a la posibilidad de sustitución
que asumen las organizaciones hipercentralizadas en la figura del caudillo
(acentuada por sus valedores).
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