jueves, 11 de marzo de 2010
Dias de huelga
Admito que he sucumbido a la tiranía de la coyuntura y que me resulta muy difícil zafarme de ella. No siempre fue así; lo prospectivo y lo intemporal ocuparon mi interés hasta hace unos años y de pronto, había que salirle al paso al permanente atropello contra la institucionalidad democrática –y contra la democracia, en general- que el régimen en funciones se empeñó en ejercer desde su llegada al poder.
En ello se nos va la mayor cantidad de tinta, a la espera de un nuevo tiempo en el que se pueda, como alguna vez lo hicimos, abordar asuntos universales que nos atañen como seres humanos. Entre esos temas, recuerdo la controversia casi epistolar que sostuvimos con Isabel Guglielmone, a quien nunca conocí personalmente, sobre las máquinas; lo hago sin nostalgia porque no cultivo ese sentimiento –mis compañeros de curso pueden dar fe de ello-. No me convence la idea de lamentarse pensando que “todo tiempo pasado fue mejor”. Prefiero diseñar un mañana en el que los tiempos sean mejores que los de hoy.
No obstante, como decía, de estar como rehén de la coyuntura, me doy modos para encontrar fisuras hacia el porvenir, hacia el pasado histórico y hacia lo intemporal.
En mi columna anterior me ocupé del futuro (“Censo 2011”); en la presente miraré hacia un cercano pasado que me tocó de cerca. Lo hago estimulado por la lectura del sobresaliente libro “Dilemas y conflictos sobre la Constitución en Bolivia” de Franco Gamboa que, más propiamente y como reza el subtítulo, es una historia política de la Asamblea Constituyente, uno de cuyos episodios más dramáticos –dentro y fuera de la Asamblea- fue el de la huelga de hambre para que, como rezaba la ley especial de convocatoria, la aprobación de los artículos de la Constitución fuera por dos tercios de voto en toda instancia. Fue una victoria que se tornó en derrota por un truco de redacción que dejaba las cosas más o menos como cuando empezó la protesta. Más allá del hecho, está claro que la Constitución se aprobó violando reiterativamente el reglamento de la AC, sin debate en el plenario, con muertes de por medio, en escenarios no contemplados por la Ley y a sola enumeración de sus artículos.
Yo me uní al primer piquete de socialdemocrátas que se instaló en La Paz; mi preocupación era que esa semana me tocaba escribir la columna, lo que se solucionó con una computadora portátil y una breve escapada a un centro de internet ubicado al frente de la parte lateral de San Francisco. No escribí sobre la huelga de hambre, ni lo hice hasta ahora. Habíamos decidido que Julio Aliaga fuera el vocero pero los amigos de los medios insistían en que dijera algo. Simplemente les confirmaba que era una huelga estrictamente política y les advertía que no era “hasta las últimas consecuencias”. A los siete días de haberla asumido, considerando ya precario mi estado de conciencia, la levanté; pero otros ciudadanos le dieron continuidad. ¿Para qué?
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