miércoles, 6 de agosto de 2025

Mi Bolivia, mi Bolivia, mi Bolivia...




 Es 6 de agosto y comienzo a escribir. Resuena en mi cabeza, más de tres décadas después, el pregón de Toto Arévalo luego de la clasificación de la “Verde” al Mundial de 1994. Tal hazaña no solo fue un hito deportivo; fue el resultado de un proceso de cohesión social alrededor del ascenso de la selección. Tal fenómeno, para seguir abordándolo desde lo futbolístico, tuvo un contexto singular: una cantera de formación -la Academia Tahuichi-, una dirigencia con claridad estratégica, una generación madura en el momento exacto, unos individuos talentosos, provenientes, en buena medida del oriente boliviano, junto a quienes venían de otras regiones y con el aporte del los nacionalizados, todos bajo la dirección técnica de un vasco. La fortuna jugó su rol: un paro de jugadores permitió disponibilidad para concentraciones más efectivas.

Pienso, sin embargo, que sin las condiciones sociales y políticas de ese periodo, aún consiguiendo la clasificación, el éxito futbolero solo hubiese sido una suerte de escapismo a la situación general del país -como, seguramente lo sería, si la selección actual lograra el pase al próximo Mundial, cosa que, por supuesto, la deseo, como todos nosotros-.

¿Y cuáles, además de las específicamente futbolísticas, fueron esas condiciones? A mi juicio, el escenario sociopolítico que sobrevino a la suscripción de los Acuerdos del 9 de julio de 1992, que enrumbaron a Bolivia hacia la modernización institucional democrática con políticas de Estado acordadas con todos los actores políticos de entonces. No se explican la Participación Popular ni la Reforma Educativa sin aquellos acuerdos. En última instancia, todo esto podría simplificarse con pocas palabras: Estabilidad y visión a largo plazo.

Cohesión no es, en modo alguno, homogeneidad. Es, aunque suene a cliché, la muy manoseada idea de “unidad en la diversidad”: poder ponerse de acuerdo en un puñado de propósitos sobre el destino nacional, respetando las particularidades “pluri-multi” de nuestra nación, la boliviana.

Durante décadas, el de la reivindicación marítima fue un elemento cohesionador, muchas veces mal utilizado por regímenes en crisis para sortear sus propias dificultades.

Nuestros múltiples mestizajes, nuestras variadas sinergias, nuestra lengua franca, nuestras tradiciones y cultura -las generales, para diferenciarlas de las localizadas- nuestro sincretismo animista-judeocristiano, nuestra comunión con el medioambiente… son algunos elementos a reconocer y valorar. Y, si nos clasificamos a todos los mundiales por venir, tanto mejor.

Lo digo desde el alma boliviana que me posee. Soy paceño, de madre pandina, hija de cruceño, y de padre chuquisaqueño, quien hablaba en quechua como si fuera su lengua materna -aún le reprocho el no habérmela “heredado”; prefirió que aprendiese inglés, lo que me sirvió para optar a una beca- . En mi casa se comía cuñapé, somó y masaco -todos hechos por ella- y toda la variedad de “picantes” charquinos. El chairo y el plato paceño vinieron luego. Mis progenitores llegaron a la sede del Gobierno porque La Paz era la “tierra prometida”, como lo fue Florencia en el Renacimiento. Antes de la independencia, lo era Potosí (aunque, por razones climáticas, pienso, Sucre (La Plata) era el centro administrativo y familiar). Hoy eso es Santa Cruz… mañana, ¿El Alto?

Mi primer trabajo lo tuve a los ocho años y, con mi primer sueldo, compré un charango, instrumento criollo proveniente del laúd y la bandurria y muy similar al timple canario. Al pulsarlo, cosa que hago a menudo, vibra esa bolivianidad hualaycha, chola -soy más cholo de lo que podría creerse- pero combinado con otros timbres, se hace universal, cosmopolita. Tengo una composición que le vendría bien a don “Bicente”. Espero producirla en breve.

De chango solía esperar la edición anual de Almanaque Mundial, que contenía tablas de desempeño económico, como ser la producción de minerales; iba rápidamente al estaño y Bolivia estaba siempre en segundo lugar, por debajo de Malasia. Quería verla en primer lugar. Claro, tenía el chip del extractivismo (la renta del subsuelo), tan inserto en todos los bolivianos. Bendición y maldición al mismo tiempo.

Presencié, como lo conté en otros escritos, los fastos del Sesquicentenario, en plena dictadura militar, pero en mi recuerdo los veo mucho más vivos que los del Bicentenario. Por entonces, excepción a la regla mediante -para mayores de 21 años-, participé en un concurso televisivo sobre historia de Bolivia –“Cita con la Historia”, y me hice de un premio con el nombre de uno de del próceres de la independencia, Ignacio Warnes, y unos buenos pesos…

Mi Bolivia, mi Bolivia, Mi Bolivia…

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