Este reino del
diminutivo en el que hasta el vocablo aimara “alasita” contiene, ¡vaya
designio!, el sufijo hispano que se utiliza para referirse a aquello que
consideramos chiquito en comparación con las dimensiones regulares de las cosas
“reales”, tiene también su propia inteligencita, desarrollada siglos antes de
lo que ahora se conoce como inteligencia artificial; ¡hasta sus iniciales son
las mismas!
La Inteligencia
Alasitera (IA) tiene sus propios (algo)ritmos, que son los de los paseos
rituales, ahora Patrimonio Intangible de la Humanidad: el (algo)ritmo
gastronómico de las comideras, apis y masitas que saben diferente a lo mismo en
cualquier otro momento del año -saben, precisamente, a Alasita-; el (algo)ritmo
de la canchitas -una cosa es jugar en lugares impersonales y otra hacerlo en la
feria, al compás de los fierros de decenas de futbolines-; el (algo)ritmo de la
“suerte sin blancas” que nos hace sentirnos más afortunados que en las rifas institucionales;
el (algo)ritmo de la platita -la Alasita, en este tiempo, es el único mercado
donde hay dólares-; el (algo)ritmo de los bienes por conquistar -bienes raíces
y bienes de capital-; el (algoritmo) del registro civil -donde te casas sin
compromiso-; el (algo)ritmo de las plantas -el bonsai, socio honorario de la floresta
alasitera-; Hay, en fin, (algo)ritmos para toda imaginación.
Y no lo olvido.
Lo dejé para el final adrede: el (algo)ritmo del Ekeko, ese mocko pendorcho que
al que se le puede poner pedir, prompt mediante, desde lo más previsibles hasta
los más extraños asuntos. Yo le pedí una rima, y me soltó “Tilín, tilín, tolón,
tolón, me convertí en un bigotón”.
¡Que viva la
Inteligencia Alasitera!
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