“Tres suicidios al hilo” podría llamarse una novela
policial cuyo argumento entrelace persecución política –un Gobernador
secuestrado, y posteriormente apresado, por el aparato represor de un régimen
autoritario-, narcotráfico –media tonelada de cocaína transportada en un vuelo
comercial de una línea estatal-, delitos financieros –un banco fraudulento
apañado por la autoridad supuestamente encargada de su control-, unas coimas
groseras justificadas como “adelantos” y el asalto a la sede de una entidad de
derechos humanos por parte de huestes del partido de Gobierno. Y, claro, unos
curiosos “suicidios” a lo largo de la trama.
La crítica literaria la trataría horriblemente por lo
exageradamente truculenta –inverosímil, por tanto- y, sin embargo, quienes
vemos tales hechos en la cotidianidad local sabríamos que el autor no habría
hecho esfuerzo alguno para ponerlos en forma de narrativa. Una vez más se
certifica que la realidad puede llegar a ser más sorprendente que la ficción
más exagerada. Lo curioso es que, en tiempo real de su acontecer, estas
anomalías no parecen asombrar a nadie; es como si se hubiesen naturalizado y los
ciudadanos estén resignados a convivir con ellas con los ojos vendados.
Para aquellas personas que no están anoticiadas, una
aproximación a estos asuntos podría ser tomada como un afán de “espoilear”
(revelar el argumento de la obra), pero para quienes los conocen sólo será un
recuento de los hechos sucedidos en este lamentable tramo del ejercicio de un
poder envuelto en harina.
Un buen (mal) día de fin de año, sin ningún tipo de
miramiento, un grupo de matones gubernamentales interceptó el vehículo en el
que se desplazaba el Gobernador de un próspero departamento, lo maniató, lo
trasladó a la Sede del Gobierno, lo sometió a un proceso cuasi sumario y lo
encerró en la cárcel de máxima seguridad; todo ello por ser militantemente
opositor al régimen central(ista). El preso continúa aislado y, en el interín,
uno de sus abogados resultó muerto luego de precipitarse de lo alto de un edificio.
“Suicidio” dictaminaron rápidamente las pericias forenses.
Otro buen (mal) día, el testigo protegido dentro de un caso
de millonarias coimas en la estatal caminera, fue reportado como fallecido
luego de haber dejado un video en el que reiteraba su denuncia y se declaraba
desprotegido. “Suicidio”, se volvió a escuchar y, días más tarde, un grupo de
imputados (que no incluía a las cabezas de la entidad) era sobreseído. El
risible argumento: “la plata de los ‘adelantos’ –así llamaron a las coimas- ya
fue devuelta”.
Un más reciente buen (mal) día, el interventor de un banco
en liquidación por fraude, que las autoridades de regulación financiera conocía
de mucho antes, pero no alertaron sobre tal situación y, por el contrario,
siguieron autorizando sus “promociones”, corría la misma muerte. “Suicidio”,
proclamo el ministro a pocas horas del hecho, dando por cerrado el caso.
Y los buenos (malos) días siguen ocurriendo. Meses después
de haberse enviado un alijo de media tonelada de cocaína a España en un vuelo de
la aero-línea estatal, el régimen, que se ufana del “mayor operativo
antinarcóticos de la historia” –que no agarró a nadie en las fábricas
intervenidas-, comenzó a “investigar” y se cargó, entre otros, al operario del
montacargas. La encomienda burló siete filtros institucionales, los que se
echan la culpa recíprocamente, a falta de una hora de filmación “perdida en el
camino”. Y, para rematar, un grupo de operadores del régimen, sin portar orden
de allanamiento emitida por autoridad competente, ingresa y se apodera de la
sede de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia.
Podrían parecer sucesos inconexos, pero, en realidad,
forman parte del mismo esquema manejado por un poder descomunal a semejanza de
un castillo de harina, próximo a desmoronarse, en mi percepción y, por tanto,
terriblemente peligroso. ¿Quién será el(la) próximo(a) “suicidado(a)”?
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