miércoles, 14 de junio de 2023

Castillo de harina

 




“Tres suicidios al hilo” podría llamarse una novela policial cuyo argumento entrelace persecución política –un Gobernador secuestrado, y posteriormente apresado, por el aparato represor de un régimen autoritario-, narcotráfico –media tonelada de cocaína transportada en un vuelo comercial de una línea estatal-, delitos financieros –un banco fraudulento apañado por la autoridad supuestamente encargada de su control-, unas coimas groseras justificadas como “adelantos” y el asalto a la sede de una entidad de derechos humanos por parte de huestes del partido de Gobierno. Y, claro, unos curiosos “suicidios” a lo largo de la trama.

La crítica literaria la trataría horriblemente por lo exageradamente truculenta –inverosímil, por tanto- y, sin embargo, quienes vemos tales hechos en la cotidianidad local sabríamos que el autor no habría hecho esfuerzo alguno para ponerlos en forma de narrativa. Una vez más se certifica que la realidad puede llegar a ser más sorprendente que la ficción más exagerada. Lo curioso es que, en tiempo real de su acontecer, estas anomalías no parecen asombrar a nadie; es como si se hubiesen naturalizado y los ciudadanos estén resignados a convivir con ellas con los ojos vendados.

Para aquellas personas que no están anoticiadas, una aproximación a estos asuntos podría ser tomada como un afán de “espoilear” (revelar el argumento de la obra), pero para quienes los conocen sólo será un recuento de los hechos sucedidos en este lamentable tramo del ejercicio de un poder envuelto en harina.

Un buen (mal) día de fin de año, sin ningún tipo de miramiento, un grupo de matones gubernamentales interceptó el vehículo en el que se desplazaba el Gobernador de un próspero departamento, lo maniató, lo trasladó a la Sede del Gobierno, lo sometió a un proceso cuasi sumario y lo encerró en la cárcel de máxima seguridad; todo ello por ser militantemente opositor al régimen central(ista). El preso continúa aislado y, en el interín, uno de sus abogados resultó muerto luego de precipitarse de lo alto de un edificio. “Suicidio” dictaminaron rápidamente las pericias forenses.

Otro buen (mal) día, el testigo protegido dentro de un caso de millonarias coimas en la estatal caminera, fue reportado como fallecido luego de haber dejado un video en el que reiteraba su denuncia y se declaraba desprotegido. “Suicidio”, se volvió a escuchar y, días más tarde, un grupo de imputados (que no incluía a las cabezas de la entidad) era sobreseído. El risible argumento: “la plata de los ‘adelantos’ –así llamaron a las coimas- ya fue devuelta”.

Un más reciente buen (mal) día, el interventor de un banco en liquidación por fraude, que las autoridades de regulación financiera conocía de mucho antes, pero no alertaron sobre tal situación y, por el contrario, siguieron autorizando sus “promociones”, corría la misma muerte. “Suicidio”, proclamo el ministro a pocas horas del hecho, dando por cerrado el caso.

Y los buenos (malos) días siguen ocurriendo. Meses después de haberse enviado un alijo de media tonelada de cocaína a España en un vuelo de la aero-línea estatal, el régimen, que se ufana del “mayor operativo antinarcóticos de la historia” –que no agarró a nadie en las fábricas intervenidas-, comenzó a “investigar” y se cargó, entre otros, al operario del montacargas. La encomienda burló siete filtros institucionales, los que se echan la culpa recíprocamente, a falta de una hora de filmación “perdida en el camino”. Y, para rematar, un grupo de operadores del régimen, sin portar orden de allanamiento emitida por autoridad competente, ingresa y se apodera de la sede de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia.

Podrían parecer sucesos inconexos, pero, en realidad, forman parte del mismo esquema manejado por un poder descomunal a semejanza de un castillo de harina, próximo a desmoronarse, en mi percepción y, por tanto, terriblemente peligroso. ¿Quién será el(la) próximo(a) “suicidado(a)”?

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