Con algo de asombro, que no lo tuve mientras sucedían los
acontecimientos, recuerdo cómo aquellos aciagos días de pandemia, la
institución educativa en la que ejerzo la docencia continuó cumpliendo sus
labores académicas sin haberlas suspendido siquiera un día. Ciertamente, lo
hizo recurriendo a lo que ahora es una modalidad estándar en cualquier centro
de estudios; pero que, por entonces,
pocos estaban listos para ponerla en práctica. La calamidad los encontró “en
curva” y, en casos extremos, las actividades lectivas se suspendieron hasta por
un año.
La crisis política de 2019 -veintiún días- supuso también
una interrupción de las actividades cotidianas, pero, recurriendo a plataformas
públicas gratuitas, aunque muy limitadas, se sorteó el momento hasta que, resuelta
tal cuestión, se retomó el tramo final de clases de la manera corriente. Fue,
de todas maneras, una especie de preparación para lo que vendría –sin saber qué
es lo vendría-.
¿Cómo hizo, entonces, esta casa de estudios superiores para
proseguir sus labores de enseñanza-aprendizaje sin mayor contratiempo? Para
empezar, debo precisar que es el caso que conozco –puede haber algunos
similares, pero no tengo conocimiento de los mismos- y es que, simplemente (se
dice fácil) tuvo que acelerar un proceso de transformación tecnológica que,
independientemente de las contingencias, venía desarrollando desde hace un año
antes. En principio de manera exclusivamente virtual y ahora de forma híbrida,
la posesión de una plataforma de pago, junto a una intensiva capacitación al
plantel docente para el manejo de la misma garantizaron la continuidad
ininterrumpida, valga la redundancia, de la labor educativa.
Hablo de la misma entidad privada que hace más de cinco
años comenzó a implementar un modelo que dejaba atrás al de la educación
“tradicional”. El salto hacia adelante supuso incorporar metodologías activas,
hoy llamadas “opciones metodológicas” que invitan al estudiante y al
docente-mentor a construir, juntos, el aprendizaje significativo y que,
recientemente, está experimentando con desafiantes prototipos académicos.
La primera ola de universidades privadas en Bolivia
–excluyendo a la UCB, fundada en 1966- se dio de finales de los ochenta hasta
mediados de los noventa-. Si bien son organizaciones de carácter empresarial,
por su naturaleza no son un negocio convencional; el Estado las regula y, hasta
cierto punto, controla, a través del ministerio de Educación –viceministerio de
Educación Superior, específicamente- y debe pasar un tiempo hasta que las
certifica como “Universidad Plena”. Para ello, deben cumplir una serie de
requisitos de carácter académico, administrativo y técnico. Aquellas que no
obtuvieron tal acreditación cesaron sus actividades. Las que sí lo hicieron,
gestionan acreditaciones internacionales que las proyectan y acrecientan su
sostenibilidad en un ámbito altamente competitivo.
El alma mater de varias generaciones de profesionales al
que me refiero es UNIFRANZ, fundada el 4 de mayo de 1993, durante el periodo de
gobierno de Jaime Paz Zamora, misma que acaba de cumplir 30 años al servicio de
la educación superior en Bolivia. De esas tres décadas, la última ha supuesto
un crecimiento exponencial en todos los órdenes vinculados a una organización
de esta naturaleza lo que, por supuesto, se celebra, pero, más importante aún,
reafirma el reto de seguir innovando. Como suelo decirles a los estudiantes de
primer semestre, en el primer día de clases, desde hace veinticinco años: “Los
días pasan lentamente; los años pasan volando”.
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