El torneo global de fútbol ya ha comenzado y solo faltan
los partidos, que se jugarán en noviembre. Es que el preámbulo al mayor
espectáculo ecuménico del deporte cuenta como parte del mismo y, al menos en
este rincón, es el álbum de figuritas con los rostros de los jugadores de cada
selección participante.
Desproporcionadamente, la nuestra no dio la talla como para
clasificarse –no lo hace desde el de 1998- pero la fiebre mundialista se desató
como si fuera a disputar la final con alguna de las efectivamente presentes en
la fiesta. A manera de consuelo, habrá que decir que Italia brillará, también,
por su ausencia.
Este fenómeno bien podría denominarse “qatarismo” que,
fonéticamente, remite a una corriente ideológica que tuvo cierta influencia en
el campo político local, aunque, si siguiese vigente, palidecería ante la mega
prensa de la que goza el venidero torneo de referencia.
El primer Mundial –incidentalmente nací el año de uno, el
de Chile- del que tengo memoria porque, precisamente fue el de mi primer álbum,
es el de México, no el del ’86 sino el del ’70, y mis simpatías se inclinaban
hacia la selección de Perú que, si mal no recuerdo, llegó a esa instancia a
costa de la nuestra. Así de ilógico es este asunto del fútbol. Era el once de
Cubillas, Wifflin y de un viejo conocido en nuestro país: Chumpitaz. Hizo un
buen papel, cayendo, en cuartos de final, ante Brasil que, a la postre, sería
quien se quedó con la copa Jules Rimet al haber obtenido por tercera vez el
primer lugar.
Luego tocaría hacer a de anfitrión a un país europeo (Alemania)
y después a uno americano (Argentina)… la alternabilidad Europa-América se
mantuvo hasta 1998 y se rompió en 2002, cuando, además por primera y única vez
hasta la fecha, la sede fue compartida por dos naciones asiáticas: Corea del
Sur y Japón. Una vez que se abrió la posibilidad de postularse a cualquier país
(siendo el factor económico el determinante), la pelota rodó hasta África
(2010), a la tierra de Mandela, Sudáfrica (quién no recuerda las vuvuzelas) y
ahora vuelve al Asia, y la acoge el emirato de Qatar, marcando la primera vez
que la redonda mundialista se instalará en un Estado monárquico “en toda la
regla”-se puede aducir que Suecia, España e Inglaterra (Reino Unido) también lo
son, pero en estas anteriores sedes la figura monárquica es, más bien,
simbólica- Monárquico y, además, islámico. Sin embargo, por lo que se sabe,
lentamente, está transitando hacia una monarquía constitucional y su islamismo
no es el extremo que algunos de sus vecinos practican.
Qatar también ha tenido que dar señales de tranquilidad y,
por lo menos mientras dure el campeonato, ha flexibilizado algunas
restricciones. Pero polémica no ha faltado: Amnistía Internacional puso en
cuestión el (mal)trato a los trabajadores contratados para acelerar la
construcción de los estadios y otras infraestructuras que debían estar a punto
para el torneo. Es de esperar que, en todos los aspectos, más allá del
estrictamente deportivo, la Copa Mundial, se desarrolle en la mejor de las condiciones.
Lo que no debe suceder es que el efecto hipnótico del
espectáculo nos sustraiga de lo importante y que no perdamos de vista que hay
una especie de guerra mundial tras la invasión de Rusia a Ucrania, que hay
persecución política en muchas partes, y que, habitualmente, el poder aprovecha
las distracciones masivas para hacer de las suyas.
Está bien que el qatarismo nos dé momentos de solaz y
pasión, pero no sería conveniente que se apodere de nuestras vidas al punto de
descuidar lo importante. Que comience la fiesta mayor del fútbol.
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