“Donde hay corrupción
ya no hay revolución. Entonces, que Evo Morales se deje de embustes” o
“Ladrones blancos, ladrones morenos… los une el verbo (robar), los separa la
vida” son dos de varios comentarios que rescato de una publicación en féisbuc
que hice en 2009 -¡2009!-. Se trata de una composición gráfica que mostraba
hongos brotando del suelo a los cuales le coloqué la referencia de algunos de
los casos de corrupción conocidos por entonces, entre otros: “venta de avales”,
“tractores”, “desvío de alimentos”, “pasaportes”, “nepotismo”, “contratos
YPFB”, “bienes incautados”, “rugrats”… De varios ya ni me acuerdo quiénes
estaban involucrados.
Desde aquellos tiempos
mucha agua sucia ha corrido bajo el puente y su densidad ha ido aumentando
hasta alcanzar niveles colosales –el gobierno constitucional transitorio no se
libró de la mugre-, lo que me lleva a decir que, sin negar que hubo casos
emblemáticos en el pasado, estructuralmente la corrupción se instaló en Bolivia
el 22 de enero de 2006.
Si bien los casos que
mencioné al comienzo tuvieron cierta repercusión en su momento, dos de la
primera época de régimen fueron particularmente escandalosos: El caso “Santos
Ramírez-O’Connor-YPFB” y el caso “Consorcio de extorsión” manejado desde el
Ministerio de Gobierno.
Del primero se supo
luego del asesinato del empresario Jorge O’Connor (quizás si esto no ocurría,
Santos Ramírez seguiría siendo parte de la rosca mafiosa del régimen). En toda
su sordidez, entre los pormenores del crimen asociado al hecho mismo de contratos
arreglados para beneficiar a los ejecutivos de la empresa estatal y a los
jerarcas del gobierno, está la participación de propietarios de conocidos
quilombos de La Paz. En principio, Morales Ayma respaldó a Ramírez, pero luego,
para zafarse del bulto lo “sacrificó” y éste purgo pena carcelaria con cierta
permisividad: este servidor lo vio un par de veces saliendo del penal y
abordando un vehículo. Divulgué el hecho y la prensa lo recogió con titulares
como “Santos Ramírez es visto en la calle, dicen que fue al médico”. Años más
tarde, Ramírez apunto a Álvaro García Linera y Juan Ramón Quintana como autores
del plan criminal.
En épocas más
recientes, los casos de megacorrupción más escandalosos fueron el del Fondo
Indígena (FONDIOC) y el que denominamos “Cara conocida/CAMC”. Cuando se hizo
público aquel, Morales Ayma expresó “hacen escándalo de dos millones y medio”.
Como se sabe, el monto del desfalco –repartido entre varias cuantas
particulares de funcionarios del régimen y organizaciones afines- fue, según
cálculos conservadores, cercano a los 183 millones de dólares. Lo paradójico
del asunto es que sus autores gozan de libertad y de poder, mientras que el
denunciante, Marco Aramayo, fue llevado a la muerte por el régimen con las
decenas de juicios que le abrieron.
Podríamos llenar
decenas de páginas con casos de menor cuantía, pero el más reciente, motivo,
además, de esta columna merece cerrarla. El asunto, conocido a partir de la guerra
sin cuartel en las filas azules, y cuya investigación ha sido declarada “en
reserva”, es una muestra más de la podredumbre del régimen masista.
Unos a otros, dentro
del régimen, se tildan de “corruptos”, “ladrones”, “maleantes”, lo que da la
idea de su absoluta decadencia y de la necesidad de recambio en la política; lo
paradójico es que hay un vacío de liderazgo y propuesta –aunque la sola idea de
gente honesta ya es atractiva- en las filas democráticas.
Este panorama sombrío
tiene, en mi criterio, una explicación: desde 2006, el MAS viene escribiendo el
ABC de la corrupción.
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