“En el mundo de las relaciones internacionales, donde los
‘malentendidos’ son generalmente los mejor entendidos, este fenómeno se agudiza
por el efecto difícilmente reversible del término empleado”, señala Benoit
Turcat en su prólogo del Diccionario Básico de Relaciones Internacionales, del
autor Aitor Iraegui.
Aquello del “término” se hace extensible a los actos,
actuaciones y gestos de los agentes diplomáticos que representan a sus Estados
en sus respectivas legaciones y a las máximas autoridades en materia de
política exterior –ministros(as) de Relaciones Internacionales, cancilleres-.
En ocasiones, el silencio puede resultar atronador; en otras, se pueden
proferir los mayores agravios con un lenguaje tan elegante que parecerían
capullos a punto de florecer. Así de delicado es el asunto.
Cada gobierno está en su derecho de imprimirle su estilo al
relacionamiento con “otras potencias”, como se decía antes, de tal forma que es
posible que cada nueva gestión genere su enfoque particular en políticas macro
o sobre ciertos contenciosos. Históricamente, el caso marítimo ha sido un
surtidor de fórmulas diplomáticas respecto al Estado par: se ha ido y vuelto
del bilateralismo al multilateralismo, del reivindicacionismo al practicismo y
sus matices, el “enfoque fresco”, la “cualidad marítima” hasta a solución final
que nos costó la pérdida definitiva, por un fallo del Tribunal de La Haya, de
acceso soberano a las costas del Pacífico.
Lo que no puede ocurrir, y si lo hace ya se torna en, al
menos, una irregularidad, es incurrir en la improvisación, en el pintoresquismo
o en la grosería a secas. Y los últimos quince años han sido pródigos en ello.
La calidad del Servicio Exterior de un Estado no solo
depende de sus políticas en la materia, sino, fundamentalmente inclusive, de la
preparación del personal que lo representa. Si bien hay una especie de acuerdo
tácito para destinar a funcionarios de carrera y a otros, entre destacados
intelectuales y beneficiarios del favor político, mediante libre designación, hoy,
el servicio exterior está en su peor momento. Una parte del cuerpo diplomático
está compuesta por exfuncionarios judiciales que dieron luz verde a los afanes
de reelección indefinida de su jefazo; otra, como si ser candidato(a) a alcalde
o a gobernador(a) por el más tuviera un seguro político, por excandidatos
derrotados en las urnas.
El señor Morales Ayma acuñó aquello “La diplomacia de los
pueblos” dando a entender que las relaciones exteriores eran cuestión de los
“movimientos sociales”, pasándose por encima las vías regulares, las oficiales,
para tal cometido. Demagogia de proporciones colosales.
Quien llevó las riendas de la diplomacia boliviana, al
menos formalmente, durante la mayor parte de este tiempo fue el actual
vicepresidente, David Choquehuanca Céspedes, en calidad de Canciller, cargó
contra la lectura, pontificó sobre el sexo de las piedras y chauchitó papaliza
en una asamblea de la ONU invitando a los asistentes a que la probaran por
tratarse del “Viagra andino”, es también autor intelectual del “reloj a la
inversa” del Palacio Legislativo. Ahora, quien condujo las RR.EE de Bolivia,
confirmando su terraplanismo, se niega a ser vacunado: bien podríamos llamarlo
Covid Choquehuanca.
El más reciente episodio de la depauperada diploMASia, es
el protagonizado por el aventurero que, en clara ofensa a la nación que le dio
un inmerecido beneplácito, produjo un video de cantina creyendo que con
quitarlo de circulación se zanjaba el entuerto.
En 2015, a poco de su nombramiento como Embajador ante la
Santa Sede, el funcionario de carrera Armando Loayza, concedió una entrevista a
un mdio chileno en la que se refirió al “trauma anticatólico” de Morales Ayma.
El periodista instrumentalizó la declaración hacia el asunto marítimo, pero,
aunque lo que dijo el embajador es absolutamente cierto, no correspondía que lo
mencionara dada la misión que ostentaba. Loayza presentó su renuncia antes de
que se la pidiesen. El aventurero en cuestión no piensa en hacerlo.
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