“¿Quién es ese asesino por quien siento tal odio? ¿Por qué
me mató de una manera tan inesperada? Deberíais sentir curiosidad por eso.
¿Decís que el mundo está lleno de asesinos miserables que no valen cuatro
cuartos y que ha podido ser cualquiera de ellos? Entonces, os prevengo: tras mi
muerte subyace una repugnante conspiración contra nuestra religión, nuestras
tradiciones y nuestra manera de ver el mundo. Abrid los ojos y enteraos de por
qué me mataron y por qué pueden mataros a vosotros cualquier día los enemigos…”
Las líneas precedentes las he tomado de la obra “Me llamo
rojo”, del escritor turco Orham Pamuk, a la sazón, ganador del premio Nobel en
2006. Técnicamente, la figura de pensamiento que emplea el autor es la
idolopeya, es decir, poner voz a un occiso. De hecho, el cadáver es el narrador
en la novela. No me extiendo más sobre este libro, pero lo recomiendo con
entusiasmo.
Por otro lado, a la pregunta ¿en qué consiste el trabajo de
un forense? Sin serlo, mi respuesta es “en hacer hablar al muerto”. La técnica,
y un eventual éxito del investigador forense, están en conseguir que el difunto
que yace en tal estado producto de un hecho criminal, le cuente las
circunstancias en las que sucedió el caso que derivó en su muerte –homicidio,
asesinato, feminicidio-. La “voz” del finado o de la finada procede de los
signos y evidencias que se presentan en el cuerpo y las circunstancias que
rodeaban a éste.
Con estupor, se ha visto cómo el régimen de Morales Ayma ha
dado por cerrado el caso de la quema de once unidades de los buses Pumakatari,
sobreseyendo a los imputados por tal delito: una afrenta a la ciudadanía que
vivió días dramáticos por las acciones de grupos de choque afines a Morales
Ayma, siendo la quema de nuestros “pumas” una de las más criminales y
aterradoras –por supuesto que no se olvidan las quemas de domicilios de
periodistas y de a casa del exrector de la UMSA, las arengas de “guerra civil”,
el intento de volar la planta de Senkata que, felizmente, no llegó a
consumarse-.
Al parecer, para el régimen de Morales Ayma todo eso es
producto de la imaginación de unos loquitos despectivamente apodados “pititas”
por un señor que alguna vez dijo que se iría al campo con su quinceañera –solo
falta que se vaya al campo-. Lo mismo se puede decir del ridículo “cierre” del
fraude electoral, seguramente una alucinación de la OEA, de la UE y de la UMSA.
¿Qué nos dicen, entonces, los “pumas”? Reducidos a
escombros, ellos nos hablan de sus días de alegría al servicio de la gente, de
sus largos recorridos, de sus paradas, de las sonrisas de las personas, del
buen trato de los anfitriones y de la higiene y elegancia de los conductores.
Nos cuentan de cómo, desde el día de su presentación en público, dirigentes
vecinales de filiación masista se dieron a la tarea de amedrentarlos y
amenazarlos, de las pedradas que soportaron y recuerdan, con lágrimas, el apoyo
de los ciudadanos que permitió que abrieran paso y pudieran seguir sirviendo a
la ciudad. Los “pumas” cuentan que se sintieron felices, y no, en modo alguno, envidiosos,
cuando aparecieron sus primos aéreos, los teleféricos, porque tenían el mismo
propósito: hacer más eficaz el transporte público. Hasta que, en una tormenta
de lágrimas, cuentan cómo, aprovechándose de las circunstancias políticas,
azuzados desde las sombras, cual hordas del lumpen, llegaron, al grito de
“guerra civil”, a culminar su obra, aquellos que los habían lastimado años
antes y procedieron a incendiarlos consumando el crimen. Los “pumas”, desde su reducto
final, claman justicia y esperan que, más pronto que tarde, se reabra su caso
para sancionar a sus asesinos.