Entretenidos como estamos comentando sobre la intención de
voto que las distintas –van cuatro- encuestas otorgan a los candidatos que
lideran la preferencia ciudadana, no le hemos prestado demasiada atención a
datos menos espectaculares. Uno de ellos es el del 85% de ciudadanos que
manifiestan su intención de acudir a emitir su respectivo sufragio el 18 de
octubre.
La cifra es significativa por varias razones. En lo
cuantitativo, aleja definitivamente al fantasma de la abstención; en lo
comparativo, se mantiene en los márgenes históricos de alta participación –si bien
es obligatoria, las condiciones particulares de esta votación, daban como para
vaticinar un ausentismo con ciudadanos incluso dispuestos a pagar la multa
correspondiente-; en lo cualitativo, un ejemplar acto de responsabilidad
ciudadana.
Sin afán de inducir al votante en su decisión, considero que
al momento de la emisión del voto se debe actuar con la misma responsabilidad,
dado que los actores políticos le han dejado en sus manos tal misión.
No obstante haber una tendencia a considerar al actual
proceso electoral como completamente distinto al llevado a cabo hace
aproximadamente un año, pienso que no habría que ser tan tajante al respecto y,
más bien, tomarlo como un correlato con ciertas modificaciones.
Estos son mis argumentos en favor de la “continuación” del
2019: El adversario a derrotar ha cambiado de rostro, pero esencialmente es el
mismo –lo que queda de un régimen que sumió a Bolivia en el terror, la
corrupción y el culto a la personalidad de quien sigue en carrera a través de
su delfín y que, con seguridad, ejercerá el poder detrás del trono en caso de
que, para desgracia del país, se le brinde la oportunidad de tomar el gobierno-.
El amplio rechazo, tomado en conjunto, que genera la tienda azulada, permanece
intacto, como intacto se mantiene el anhelo de la gente que no está alineada al
MAS de fortalecer la democracia.
En cuanto a lo diferente, se puede mencionar que no hay
opción para el fraude, que la revolución de noviembre catapultó nacientes
liderazgos, que se reinstalará el debate, que luego de varias postergaciones
finalmente se llegó a la fecha definitiva, que el parlamento de mayoría masista
actuó como gobierno paralelo…
Pero la estructura dispersa del voto permanece incólume y
si esta vez no se vota con responsabilidad podría darse la figura de un
gobierno elegido con al menos 65% de la población en contra. Ha sucedido antes,
pero con acuerdos parlamentarios se “construyó” mayoría. Hoy esto es, al menos,
improbable. ¿Podemos darnos ese lujo en una circunstancia como la presente?
Vaya usted pensando en los efectos e implicaciones de algo así.
Antes de las elecciones del fraude, aludí a una suerte de “voto
por defecto” (tengo resistencia a usar el término “útil”) que cumplió su
cometido y fue un factor decisivo al momento de poner en evidencia el fraude.
Como correlato del mismo, ahora aludo al “voto responsable”. Esto, independientemente
de que su receptor sea el mismo (su consistente segundo lugar en las cuatro
encuestas referidas algo nos tiene que decir). Es también lo que correspondería
hacer si quien ocupara ese lugar fuera otro.
Una señal en ese sentido ha sido el acto de renuncia,
absolutamente responsable, de una agrupación, de dejar la vía libre para que
esto sea posible. Resulta inevitable cerrar estas líneas recordando a Weber,
quien nos habla sobre la ética de la convicción y la ética de la
responsabilidad. Es el momento de la última de éstas. Apliquémosla en
consecuencia.
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