Una ventaja de no estar ligado
orgánicamente a una u otra campaña electoral es la de poder expresarme sin
cálculo y sin temor a ser políticamente incorrecto.
Digo esto a raíz de batallas de baja
intensidad entre candidatos de la dispersa oposición al MAS que se “acusan”
mutuamente de plantear la privatización en sus programas con miras a ejercer el
poder durante los próximos cinco años.
Es curioso cómo quienes no solo pensaron en
abstracto sobre la conversión de las empresas estatales deficitarias o, inclusive,
prácticamente en bancarrota, al sector privado, sino que promovieron con
convicción tal tránsito, hoy se hagan los ofendidos cuando otro que también
hizo lo propio, insinúe que este o aquel van a privatizar esta o aquella
empresa estatal –distingo “estatal” de “pública” por razones de precisión que
expondré luego-.
A ver, ¿Desde cuándo “privatizar” o su
derivada “privatización” son malas palabras? Que el antiguo régimen las
considere como tales responde a su orientación ideológica que propende al control
absoluto por parte del Estado de la actividad económica suena hasta honesto. En
otra vereda, la del capitalismo de Estado, la cosa es algo contradictoria,
aunque muy típicamente latinoamericana en su vertiente del populismo de derecha
(El régimen del Banzer de los setentas era tan o más estatista que el de
Morales Ayma).
Permítame decir que la privatización antes
que un asunto ideológico es uno de sentido común, de razones prácticas. No se
tendría siquiera que haber acuñado el término si el Estado no se hubiera metido
en terrenos que son de su incumbencia. ¡Ojo!, no se me tome por antiestatista a
ultranza. Para su propio sustento, para dar apoyo a la cultura y para brindar
servicios a sectores de la población que de otra manera no accederían a los mismos,
los impuestos son insuficientes y no es prohibitivo que el Estado sea el
propietario y administrador de empresas llamadas “estratégicas” –por el bien
común o por la soberanía- y suministrador de servicios públicos que, como de
algunos tipos de transporte, trabajan a pérdida –en casos como estos, el
proveedor del servicio (municipio, gobernación o Estado central) deben dejar en
claro que estas actividades no por objeto el lucro, aunque se hará lo posible
por optimizar la eficiencia. Incluso con las salvedades mencionadas, ciertas
decisiones políticas resultan lapidarias, como en el caso del emplazamiento de
la planta de producción de úrea en Bulo Bulo.
Pero de ahí a que Estado entre en plan de
competencia desleal a la empresa privada –generalmente bajo el supuesto de
tener mercado asegurado, o sea el propio Estado- hay una sideral distancia. Al
final, lo único seguro es que estas “empresas estatales” acaben devoradas por
la corrupción dado que el principal motivo de su creación es dar “pegas” a su
clientela política que ya no tiene cabida en la burocracia estatal.
Por otro lado, no hay un modelo absoluto de
privatización. Probablemente, la empresa “Guabirá” sea el ejemplo más emblemático
de conversión –compárela con el fiasco llamado “San Buenaventura” y no se hable
más-. También está el modelo conocido como “capitalización” (otra mala palabra)
que funcionó muy bien con Entel, que luego fue reestatizada y se convirtió en
la “caja chica” del régimen de Morales Ayma.
Estoy consciente de que plantear la privatización
no es rentable electoralmente; estoy consciente, también, de que la concepción
estatista de la economía está fuertemente arraigada en buena parte de la
población boliviana. Pero de que va a llegar el momento de hablar a calzón
quitado del asunto, no me cabe duda. Lo importante será quitarse los dogmas.
Para ello, habrá que revisar los procesos aplicados durante los gobiernos de
Paz Zamora y de Sánchez de Lozada (el primero), rescatar y mejorar lo bueno de
los mismos y evitar lo malo que, sin duda, también lo hubo.
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