Estoy consciente de la ingenuidad que supone
poner un título como el presente, expresión más bien retórica, “una carta a
Papa Noel”, diríase. Pero, además, poco original, trillada; pero, a pesar de
todo ello, pertinente, necesaria para procurar no tropezarse con la misma
piedra.
Tengo en mente, a tiempo de redactar estas
líneas, a los bolivianos que no han nacido aún para que, en su época de actuar
como ciudadanos, no se dejen engatusar por falsos redentores que, en nombre de
los menos favorecidos, resultan beneficiados con la democracia para, una vez
encumbrados, gobernar contra ella en el afán de perpetuarse en el poder
recurriendo, en el caso de que la Constitución se los limitase, a las más viles
acciones de manipulación de los poderes de Estado cooptados por un régimen de
carácter totalitario y, en el caso de saberse disminuidos electoralmente,
recurrir al peor de los pecados sociales: el fraude.
Porque lo ocurrido excede los límites de la
política. La confianza entre partes, la seguridad jurídica, la convivencia entre
diferentes, la fe democrática, son bienes públicos que al ser corrompidos
afectan a todo el tejido social.
El antiguo régimen, al haber incurrido en
fraude electoral –ruptura del valor de transparencia, que deviene del principio
de igualdad- genera también una ruptura de orden moral: si quien es el
encargado de regular el orden social (el Estado) es el primero en engañar,
entonces todo vale. Vale la estafa, vale el acoso, vale el irrespeto, vale la
discrecionalidad, vale la delincuencia…
La ciudadanía, cuyo umbral de paciencia
respecto a los abusos de poder a los que la sometía el antiguo régimen parecía
no llegar a su límite, finalmente, aupada por el ímpetu de la juventud, decidió
no dejar pasar el timo.
De haberlo permitido, poca o ninguna esperanza
le quedaba al país para retomar la senda de la democracia. ¿Se imagina usted
las elecciones subnacionales bajo la administración del Grupo de Choque? ¿Y
luego de eso?
En su fe marxista, los operadores del antiguo
régimen no imaginaron que la sociedad, dentro de una economía (la estructura)
aparentemente sólida –y no por mérito exclusivo de sus funcionarios-, iba a
plantear una resolución del entuerto por el camino de lo institucional.
Un grupo de poder, como lo fue el antiguo
régimen, acostumbrado a aplacar a sus críticos mediante represalias de diversa
índole, montó en desconcierto al no poder hacerlo esta vez. Mientras los
acontecimientos se precipitaban –transitando rápidamente del pedido de “respeto
al voto” al de “renuncia del tirano”- los jerarcas hacían maletas, una manera
implícita de admitir la comisión del monstruoso fraude, del atentado a la fe
ciudadana.
Las cosas bien podrían haberse resuelto hasta
ese punto. Pero resultó que, cual bestia herida, el evadido decidió
desestabilizar la transición incitando a la delincuencia y al boicot de la
pacificación. Ladino, el sujeto.
Entre el enmarañado tenor de sus declaraciones,
el exmandatario insinúa su retorno al poder “cuando llegue el momento” mientras
instruye a sus huestes que ahoguen a los bolivianos. La figura que se me viene
a la mente es la de Juan Pereda Asbún luego del fraude que montó para “ganar”
las elecciones de 1978, rematado por un golpe de Estado. Una eventual
habilitación de tal personaje como candidato, ahora o en los próximos cien
años, sería como haber permitido que el tal Pereda se presentase en una
elección posterior a la del fraude que cometió. Si a eso sumamos que los bolivianos
nos enferma el prorroguismo, el plato está servido. Pero los poderosos de turno
no aprenden. Ojalá fuera la última vez que la sociedad da una lección a quienes
se quieren (se quieran) perpetuar.
¡Nunca más! ¡Nunca MAS!
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