Me suena como un deja
vu, como un “esta peli ya la vi”. Es que, efectivamente, ya pasamos por
algo parecido a esto. Fue en 2019, en el tiempo previo a la elección de aquel
año, cuyo antecedente fue la forma abominable en la que el régimen forzó la
habilitación del candidato que ya había violado la Constitución para optar a un
tercer periodo. No conforme con ello, en su afán de perpetuarse, apenas lo
consiguió, comenzó a lucubrar su reelección indefinida para lo cual, con un
Tribunal Electoral a su servicio, convocó a un referéndum para reformar el
artículo que ponía límite a tal cosa -aunque ya lo había violado, insisto-.
Pues aún así, la
ciudadanía le dijo NO. Y comenzó el plan de burlarse de la voluntad popular,
haciendo que el Tribunal Constitucional, también alineado al régimen,
resolviera que la reelección es un “derecho humano” y, por tanto, no había
mecanismo que la impidiese–“Haga lo que haga la oposición”, Morales dixit-.
Ya en octubre de 2019, comenzó a gestarse el operativo del fraude.
Las propias encuestas del
régimen indicaban que no habría ganador en primera vuelta y que en la segunda
ganaría Carlos Mesa, el mejor ubicado de la oposición -acá se suelen incluir
los reproches al ahora preso político, Luis Fernando Camacho, por haber
impedido una victoria opositora al mantener su candidatura hasta el final- le
ganaría al violador (de la Constitución).
Cuando la tendencia en la
transmisión rápida de resultados conducía inevitablemente al escenario de la
segunda vuelta, “misteriosamente” el sistema colapsó y cuando se lo repuso,
¡zas!, el cocalero ya se estaba declarando ganador en primera vuelta.
Tan grosero fue el fraude
que, sumado al desconocimiento del 21-F, desencadenó la repulsa ciudadana que
precipitó la dejación del cargo del tirano.
Esa epifanía ciudadana se
vislumbró como un oasis luego de haber cruzado el desierto tras casi quince
años de oscurantismo masista. Como dije anteriormente, resultó un espejismo.
A la fecha, en mi
criterio, me aventuro a pergeñar que el Carlos Mesa de esta elección será quien
emerja como opción del bloque de unidad, vale decir Jorge Quiroga Ramírez o
Samuel Doria Medina.
Nuevamente vislumbramos,
como ciudadanía democrática, el final del camino desértico y el inicio de la
nueva era democrática que, sin embargo, comenzará con pesado lastre que dejan
casi veinte años de barbarie política y despropósito económico. Dicho sin
anestesia, el resurgimiento costará algo (o mucho) sacrificio, para bien en el
mediano plazo. Debemos estar conscientes de ello.
Pero, una vez más, como si
no se hubiera aprendido la lección, la dispersión, a pesar de que, a diferencia
de 2019, la situación para la oposición unitaria es inmejorable, el fantasma de
la dispersión vuelve a poner piedras en el camino, en forma de candidatos
funcionales, unos conscientemente, y otros, en el papel de tontos útiles, para
solaz de los restos del régimen saliente. Pareciera que por salir un puñado de
veces en los medios algunos ya se sintieran “presidenciables”.
Hago voto por que la razón
se imponga y no se repita el escenario catastrófico de elecciones anteriores
(incluyo la de 2020). Que si bien, como en el relato bíblico, haya doce tribus,
haya un solo Moisés que las guíe a través del desierto para dejar atrás veinte
años de ignominia.
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