El asunto del que me ocuparé no es el que domina la agenda
de la deliberación pública: los narcoescándalos, la crisis futbolera y la
implosión del régimen ocupan la atención de medios y ciudadanos. Son
importantes, claro que sí, pero cubren con un manto de niebla algo que, para el
suscrito, reviste el mayor de los cuidados.
Mi hipersensibilidad democrática se ha visto nuevamente
golpeada ante un hecho desgraciado que hiere de muerte –una suerte de tiro de
gracia- a la propio Estado de Derecho.
Para que el señor Morales Ayma y yo –probablemente el
sujeto no tenga idea de mi existencia (pues no lee, como él mismo confiesa),
cosa que me tiene sin cuidado- coincidamos en algo, la cosa debe ser gravísima.
Debo aclarar, sin embargo, que lo hacemos por razones absolutamente disímiles.
Aquel, por el pleito que libra contra su exministro de Economía –hoy devenido
en Presidente- y mi persona, por una indeclinable vocación democrática, alejada
de todo interés coyuntural.
Supongo que, a estas alturas de la lectura, usted sabe que
estoy hablando de la acción gubernamental que asesta un golpe –en sentido
estricto- a la institucionalidad democrática, la pretensión de arrancarle al
parlamento una de las funciones que forman parte de su razón de ser: la de fiscalizar,
una de cuyas expresiones es la facultad de interpelar a aquellas autoridades
cuestionadas por algún motivo. Para ello ha acudido al Tribunal Constitucional,
el cual no solo que ha admitido un amparo constitucional en tal sentido, sino
que ha prohibido las interpelaciones porque, en caso de censura, éstas
“atentarían contra el derecho al trabajo de la autoridad censurada”. Esto ya
sobrepasa el entendimiento y el sentido común, y compromete seriamente al
órgano “constitucional”.
El parlamento es el instituto democrático en el que, al
menos en teoría, reside la soberanía de la ciudadanía. Sus tres funciones
–entidades, más bien- son: representar, legislar y fiscalizar, amén de otras
accesorias; en las democracias parlamentaristas, también es el encargado de dar
o retirar la confianza al jefe o jefa de Gobierno.
Desde la llegada al poder del régimen masista, el
parlamento ha sufrido una merma importante en las dos últimas. El grueso de las
leyes sustantivas es elaborado por el Ejecutivo y, haciendo alharaca de su
aplastante mayoría oficialista, las misma “salían por el tubo”, como suele
decirse; últimamente, dada la disputa entre facciones del régimen, este
mecanismo ya no es tan fluido. Es decir que el parlamento prácticamente no
ejercía la facultad legislativa –las leyes tipo “declaratoria” sí las hacía-.
Como anécdota cabe recordar que una de las pocas leyes producidas por el
parlamento –la de Procedimiento Penal- fue derogada anta la repulsa ciudadana.
La facultad fiscalizadora tampoco anduvo mejor. Todas las
veces que una autoridad fue censurada –el honor implica alejamiento ipso facto
del cargo- o fue ratificada luego de una destitución por pura formalidad o,
sencillamente, se hizo mofa de la censura: Morales Ayma llegó a decir que una
censura proveniente de “la derecha” era una muestra de racismo.
Ahora el mismo individuo se muestra como celoso defensor
del Estado de Derecho y habla del efecto vinculante de la censura y del
atentado contra el mismo. ¡Abrase visto semejante cinismo!
Un apunte más: el régimen tiene presa a la expresidenta
constitucional Jeanine Áñez a quien tilda de “golpista”, quien no sólo no llegó
a tanto en su desprecio por el parlamento, sino que, además de ratificar su
vigencia en democracia, le extendió en un año el mandato que había recibido.
Gran diferencia.
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