miércoles, 6 de septiembre de 2023

Pal lamento

 


El asunto del que me ocuparé no es el que domina la agenda de la deliberación pública: los narcoescándalos, la crisis futbolera y la implosión del régimen ocupan la atención de medios y ciudadanos. Son importantes, claro que sí, pero cubren con un manto de niebla algo que, para el suscrito, reviste el mayor de los cuidados.

Mi hipersensibilidad democrática se ha visto nuevamente golpeada ante un hecho desgraciado que hiere de muerte –una suerte de tiro de gracia- a la propio Estado de Derecho.

Para que el señor Morales Ayma y yo –probablemente el sujeto no tenga idea de mi existencia (pues no lee, como él mismo confiesa), cosa que me tiene sin cuidado- coincidamos en algo, la cosa debe ser gravísima. Debo aclarar, sin embargo, que lo hacemos por razones absolutamente disímiles. Aquel, por el pleito que libra contra su exministro de Economía –hoy devenido en Presidente- y mi persona, por una indeclinable vocación democrática, alejada de todo interés coyuntural.

Supongo que, a estas alturas de la lectura, usted sabe que estoy hablando de la acción gubernamental que asesta un golpe –en sentido estricto- a la institucionalidad democrática, la pretensión de arrancarle al parlamento una de las funciones que forman parte de su razón de ser: la de fiscalizar, una de cuyas expresiones es la facultad de interpelar a aquellas autoridades cuestionadas por algún motivo. Para ello ha acudido al Tribunal Constitucional, el cual no solo que ha admitido un amparo constitucional en tal sentido, sino que ha prohibido las interpelaciones porque, en caso de censura, éstas “atentarían contra el derecho al trabajo de la autoridad censurada”. Esto ya sobrepasa el entendimiento y el sentido común, y compromete seriamente al órgano “constitucional”.

El parlamento es el instituto democrático en el que, al menos en teoría, reside la soberanía de la ciudadanía. Sus tres funciones –entidades, más bien- son: representar, legislar y fiscalizar, amén de otras accesorias; en las democracias parlamentaristas, también es el encargado de dar o retirar la confianza al jefe o jefa de Gobierno.

Desde la llegada al poder del régimen masista, el parlamento ha sufrido una merma importante en las dos últimas. El grueso de las leyes sustantivas es elaborado por el Ejecutivo y, haciendo alharaca de su aplastante mayoría oficialista, las misma “salían por el tubo”, como suele decirse; últimamente, dada la disputa entre facciones del régimen, este mecanismo ya no es tan fluido. Es decir que el parlamento prácticamente no ejercía la facultad legislativa –las leyes tipo “declaratoria” sí las hacía-. Como anécdota cabe recordar que una de las pocas leyes producidas por el parlamento –la de Procedimiento Penal- fue derogada anta la repulsa ciudadana.

La facultad fiscalizadora tampoco anduvo mejor. Todas las veces que una autoridad fue censurada –el honor implica alejamiento ipso facto del cargo- o fue ratificada luego de una destitución por pura formalidad o, sencillamente, se hizo mofa de la censura: Morales Ayma llegó a decir que una censura proveniente de “la derecha” era una muestra de racismo.

Ahora el mismo individuo se muestra como celoso defensor del Estado de Derecho y habla del efecto vinculante de la censura y del atentado contra el mismo. ¡Abrase visto semejante cinismo!

Un apunte más: el régimen tiene presa a la expresidenta constitucional Jeanine Áñez a quien tilda de “golpista”, quien no sólo no llegó a tanto en su desprecio por el parlamento, sino que, además de ratificar su vigencia en democracia, le extendió en un año el mandato que había recibido. Gran diferencia.


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