Me costó decidir qué adjetivo emplear para el título. En
primera instancia pensé en “inútiles”, pero en condiciones normales, al menos
dos de ellas, no lo son; luego se me ocurrió “impresentables”, pero suena
demasiado coloquial. Finalmente, opté por “prescindibles” porque tal como están
no tienen razón de ser y, por lo menos una debería desaparecer definitivamente.
Vayamos por partes.
Previamente y durante el desarrollo de la asamblea
constituyente, el cocalero en función de Presidente bajó la línea de eliminar
la Defensoría del Pueblo con el peregrino argumento de que como “el pueblo
llegó al poder”, la institución era innecesaria. Él sabía que la entidad
supondría una piedra en el zapato para sus aspiraciones a autócrata.
Primó el sentido común y la Defensoría se incluyó en la CPE
–artículos 216 y sucesivos- señalando que su naturaleza es la de velar por la
vigencia, promoción, difusión y cumplimiento de los derechos humanos.
Y como suele decirse, “hecha la ley, hecha la trampa”, el
momento en que al congreso controlado por Morales le tocó elegir –“nombrar”
sería más apropiado para lo que sucedió- al nuevo titular lo hizo por quien
consideraba como afín al régimen. El ciudadano en cuestión, con gran dignidad,
evidentemente se constituyó en una piedra en el zapato del susodicho. Rolando
Villena no se comportó como el amarrahuatos que el régimen quería.
Con tal experiencia, contraproducente para Morales y
compañía, el MAS se aseguró, para la siguiente oportunidad, de nombrar a uno de
los suyos, quien armó un equipo azulado del cual surgió su sucesora, hoy
premiada con un cargo gubernamental. Estas dos últimas gestiones marcan la caída
libre de la que se convirtió en un apéndice del régimen. Como quiso en
principio, Morales Ayma consiguió matar a la Defensoría. En nuevo defensor, un
masista anodino, calló en siete idiomas ante los abusos de personal estatal
contra la población civil.
En tales condiciones, ¿es deseable la continuidad de dicha
instancia? Definitivamente no, al menos hasta que la democracia retorne.
Cualquier observatorio de derechos humanos hace mil veces mejor las labores que
se supone debe hacer la DP y no le cuestan nada al erario público.
La necesidad de contar con una Procuraduría surgió del hecho
de que el Estado perdía, en connivencia con los demandantes probablemente, prácticamente
todos los juicios que se le entablaban. No fue, como reclaman desde el régimen,
una idea exclusivamente del MAS; varias plataformas, incluida una de la que mi
persona formaba parte, propusieron incluirla en la CPE, cosa que ocurrió –artículos
229 y sucesivos- con la misión de “precautelar los intereses del Estado”. Pues
bien, el remedio, en manos del MAS, resultó peor que la enfermedad y, en
particular, el actual Procurador ha hecho de todo –incluso ha jugado a instalar
un TSE paralelo- y, como en el caso anterior, en las condiciones presentes, no
tiene ningún sentido destinar una chorrera de recursos públicos para seguir
perdiendo procesos. Nuevamente, cuando la institucionalidad retorne, podría
volver a funcionar.
Por último, la peor de todas, la infame DIREMAR, a la que
ya Página Siete le dedicó un editorial en el mismo sentido de esta columna. Sin
mayor anestesia, debe ser disuelta ipso facto. Es la vergüenza mayor del Estado.
Una de las condiciones para aprobar el PGE del 2023 es la de cortarle el financiamiento
–tal vez dejarle un mínimo para su liquidación-. A diferencia de las dos
entidades anteriores, ésta no tiene razón de ser y ni con un estado de derecho
consolidado podría volver.
Deseo para los ciudadanos y ciudadanas de Bolivia una
Navidad con la esperanza de mejores días.
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