En mis años mozos se puso de moda una literatura que, con
pretensiones científicas, versaba sobre fenómenos insólitos que, según los
autores –algunos bajo seudónimos- que se ocupaban de ello, eran manifestaciones
de dimensiones paralelas que en algún momento habían hecho contacto con la
especie humana, cuando no del origen extraterrestre de ésta; por supuesto que
estas suposiciones, pues de teoría no tienen nada, encendían la imaginación de
ávidos lectores que tan pronto terminaban un libro esperaban ansiosamente el
próximo para contar con mayores certezas sobre visitantes cósmicos que nos
legaron tecnologías capaces de trasladar pesados bloques líticos, como si
fuesen dulce de algodón, a enormes distancias del lugar de emplazamiento de
construcciones colosales, por ejemplo. Curiosamente, la rueda tardaría algún
tiempo en ser inventada.
El clásico del género fue “Recuerdos del futuro” del
pseudoarqueólogo Erich von Däniken, seguido por sus epígonos que escribían
sobre las pirámides y sobre las catedrales; en el borde del paroxismo, todo
tema “exótico” era motivo de obras que ensayaban explicaciones estrambóticas,
por lo anticientífico de las mismas, pero que gozaban de gran popularidad. ¡No
había charla que no tocase estos asuntos!
Admito, no sin vergüenza, que leí buena parte de esos
textos y aunque no se los puede tomar en serio, al menos derrochan imaginación y
cierta curiosidad por lo “extraño”.
Escarbando en mi memoria, porque no pienso consultar dichos
escritos, me parece que uno de esos supuestos –que evidentemente no consideran
la sincronía de la existencia de unas con otras- era que las civilizaciones
antiguas podían comunicarse entre ellas mediante “puertas dimensionales”. Hace
poco, durante una visita a la Isla del Sol, un guía del lugar reiteró tal
versión, e incluso nos introdujo a unas cámaras que, según su explicación,
servían para tal cometido.
Pero, ¿a qué cuernos viene toda esta historia?, se
preguntará usted. Y yo le respondo “pregúnteselo al ministro de Obras Públicas”,
dado que nos ha venido con el cuento de que el aeropuerto de Copacabana está en
pleno funcionamiento, y que el problema no es suyo, sino de las aerolíneas que
no incluyen a la bahía en sus planes de vuelo. Cosas similares suceden con
estadios emplazados en medio de la nada (“La FIFA no programa partidos ahí”,
sería el argumento de su inutilización) o de cierto museo dedicado al culto de un
sujeto endiosado por la propaganda (“No es una religión muy masiva aún”, podría
argüir tal ministro).
Eso es lo que pasa cuando un Estado ha dispuesto de
ingentes cantidades de recursos provenientes de las buenas cotizaciones
(primario exportador) hace, suponiendo que aquellos nunca van a mermar y sin
considerar la factibilidad de las obras, que acaban convirtiéndose en elefantes
blancos. Llamativamente, el susodicho ha dicho que se va a seguir construyendo
aeropuertos. Ojo, no estoy en contra de ampliar la infraestructura, de la
naturaleza que sea; lo que no acepto es que se lo haga sin ton ni son.
Pero ya que andamos en estas, le sugiero al dignatario que
se haga un circuito de “ovnódromos” de última generación a lo largo y ancho del
país: en Sorata, en Tihuanacu, en Samaipata, en Porvenir, en el salar de Uyuni,
en la Chiquitanía… Si ya el mundo nos envidia por nuestra exuberante economía,
los astros se rendirán a nuestros pies por tan portentosas terminales cósmicas.
Y si lo extraterrestres no las usan, será problema de ellos, no del Estado
Plurinacional. Lo atractivo, eso sí, serán las siderales comisiones que
llegarán desde Stonehenge pasando por el triángulo de las Bermudas.
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