Ayer, la expresión más representativa de la lucha
por y la posterior construcción de la democracia en Bolivia, el Movimiento de
la Izquierda Revolucionaria (MIR) celebró 50 años de presencia en la historia política
del país.
Nació en la clandestinidad y llegó a sus bodas de oro en
una especie de clandestinidad. Con su personería jurídica cancelada hace años, una
suerte de muerte legal, como salidos de las catacumbas, cientos de militantes
–no quiero sobrestimar la cantidad, pero a escala nacional, pudo haber superado
el millar- se manifestaron públicamente en plazas y calles de diversas
localidades para dejar testimonio del patrimonio político que, por mucho que se
trate de ignorarlo o denigrarlo, está más vigente que nunca, no de manera
orgánica sino por la necesidad que tiene Bolivia de reencaminar la democracia,
cuyo ejercicio se encuentra secuestrado por un proyecto de carácter autoritario
y excluyente.
Es decir, puede ser que formalmente no haya MIR, pero hay
un mirismo cuya irradiación hacia el campo democrático es lo que se requiere
para superar este periodo de déficit democrático. Fíjese que no hablo de
personas; mi inquietud se dirige hacia una serie de grupos que emergen en
tiempo de elecciones y cuentan con personería jurídica, pero les falta lo que
al “muerto” le sobra: una idea de Estado, una explicación del nuestro país, un
legado…
Ya fuera en su forma institucional (con sigla vigente y
organización activa) o en su manifestación testimonial, la expresión política
de la que hablamos es como una rosa de los vientos que puede señalar el camino
a organizaciones que oponen resistencia al régimen del jefazo.
Fundado hace medio siglo como resistencia al gobierno de
facto que se instauró en agosto de 1971, al MIR le cupo administrar el aparato
estatal en diversas circunstancias; la más feliz fue aquella en la que un
mirista que, en virtud de la aplicación del artículo 90 de la anterior
Constitución, mostrando que se puede concertar entre opuestos, accedió a la
Primera Magistratura. En esa misma línea, ya en pleno ejercicio del poder, tuvo
la grandeza de involucrar a todos los actores políticos del momento en la firma
de un acuerdo nacional por la modernización del Estado y sus instituciones,
entre ellas la Corte Nacional Electoral (9 de julio de 1992). Otras
participaciones del MIR en la administración pública fueron menos afortunadas.
Lejos del fervor crítico de la oposición de aquel tiempo,
la gestión 1989-1993 brilla con la luz de la esperanza en días mejores para
Bolivia; yo la denomino “Los años que crecimos en Paz”. En opinión del
sacerdote y periodista Eduardo Pérez Iribarne, “Jaime Paz hizo un gobierno
serio y responsable; no me atrevería a calificarlo como muy bueno, pero lo hizo
responsablemente. Y fue un tiempo de paz social, lo manejó muy bien” (Radio
Fides, 30 de julio de 2003). Por su parte, Ricardo Sanjinés, en su texto sobre
25 años de democracia, apunta: “Hay coincidencia en afirmar que el de Jaime Paz
fue un gobierno bueno, constructivo, sin traumas ni perseguidos. Pero tuvo mala
prensa por algunos estamentos donde hubo corrupción”.
No se puede, en fin, hablar de democracia sin considerar a
sus constructores, el MIR, entre los fundamentales. En ese sentido, varios de
sus miembros sufrieron el exilio, la persecución, la tortura, atentados contra
su vida y la masacre que dejó a mártires. Honor y gloria para ellos.
Hay una profunda huella por retomar, misión que queda en
manos de nuevas generaciones que quieran recibir tan inmenso legado. El MIR ha
muerto, ¡larga vida al MIR!
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