El patrimonio estatuario de la ciudad de Nuestra Señora de
La Paz cuenta con un importante número de piezas, muchas de ellas emblemáticas,
la mayor parte en honor a figuras históricas. No todas permanecen en el lugar
en el que fueron erigidas originalmente.
La alegórica figura mitológica de Neptuno, por ejemplo, fue
trasladada de la Alameda al Montículo, donde encontró su ubicación final,
probablemente por una decisión administrativa sin otro motivo que el paisajístico.
Otros ejemplares tuvieron que hacer periplos con varias escalas hasta llegar a
su sitio actual; tal es el caso de la “Cabeza de Zepita” (como reza la canción
de Monroy Chazarreta): la inmensa testa de piedra de Andrés de Santa Cruz y
Calahumana, Mariscal de Zepita, fue emplazada en la llamada “Plaza de los
Héroes” (San Francisco) y, desde su aparición, una parte de la sociedad le
declaró su antipatía por considerarla “antiestética”. Esas voces le ganaron la
batalla al Mariscal, y su cabeza fue exiliada –eventualmente, “botada” en algún
depósito- hasta ocupar el un espacio en la zona “Amor de Dios”. Por razones
similares, la del Ekheko transitó por varias zonas. Otra historia tiene el
monumento al “Soldado Desconocido”, magistral obra de Emiliano Luján, que fue
sustituido por otro hasta retornar a su emplazamiento original luego de años de
proscripción.
Un caso particular, y lo pongo en este orden porque tiene
relación con el más reciente hecho que motiva a hablar sobre las estatuas, es
el de la efigie de John F. Kennedy, que sufriera un atentado con explosivos reivindicado
por el EGTK. Retirada de la plaza homónima, pasó largo tiempo en un depósito de
la alcaldía hasta ser “relocalizada” en un parque infantil –con una soldadura
en uno de sus pies, producto, precisamente, del atentado-.
Pero, así como algunas estatuas tienen un “carácter
itinerante”, otras encontraron su lugar casi eterno en el espacio que ocuparon
desde su erección y, en el imaginario paceño, resulta casi imposible ubicarlas
en otras coordenadas. Tal es el caso, por mencionar algunos, de Simón Bolívar
(Plaza Venezuela), Alonso de Mendoza (Churubamba), Confucio (San Jorge)
Alexander von Humboldt (plaza homónima) Eduardo Avaroa (grafía original del
apellido del defensor de Calama), Vicenta Juaristi Eguino (en la llamada plaza Eguino,
en lugar de Juaristi), Isabel la Católica (plaza homónima), etc. Buena parte de
los monumentos alusivos a personajes no nativos de Bolivia, fue encargada y
obsequiada a la ciudad por representaciones diplomáticas de las naciones de las
cuales provienen.
Y así llegamos a Colón, cuya serena imagen en mármol, enaltece
el prado paceño. De la dimensión histórica, con luces y sombras del descubridor
podríamos escribir páginas enteras. Es tan universal su presencia, que Ulrich
Beck ubica su llegada a las costas caribeñas como el inicio de la
globalización. En más de uno de mis viajes me he sorprendido con un Colón
erigido, incluso donde menos se esperaría, como en Syracuse, EEUU, hay uno en
pleno centro citadino.
Que un individuo enajenado le arranque la nariz o que un
Mariscal de Chaparina llame a derribarlo no le quita mérito a la aventura que,
producto de la serendipia, conectó para siempre al mundo.
El cubano Alejo Carpentier, tiene una obra –El Arpa y la
Sombra- poco amable con el Almirante, pero en una parte pone en su voz estas
líneas: “Hora de la verdad, que es hora de recuento. Pero no habrá recuento.
Solo diré lo que, acerca de mí, puede quedar escrito en piedra mármol”. Mármol
que honra.
Mientras tanto, los ídolos de barro –dictadores y
aspirantes a serlo- se derriten sin necesidad de aplicarles combazos.
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