A pesar de las circunstancias, no me he permitido caer en
el desánimo ni en la paranoia. No se trata de evasión ni cosa parecida; por el
contrario, estoy absolutamente consciente de la magnitud y de las implicaciones
de la calamidad que nos asola. Su costo en vidas humanas será considerable,
pero no al extremo de poner en peligro la continuidad de la especie sobre la
faz de la tierra. Serán los que sobrevivan –esperemos estar entre éstos-
quienes cargarán con el peso de levantar de nuevo la sociedad y la economía.
Digo “volver” porque no sería la primera vez que la humanidad salga adelante
luego de una pandemia devastadora como la actual –quizás la de mayor alcance de
la historia-.
Lo que sí ha conseguido provocar en mí es una sensación de
estar viviendo, en tiempo real, una distopía; una distopía curiosamente no
prevista ni por quienes dicen tener el poder de adivinar el futuro –lo que no
merece mayor comentario- ni por quienes, en textos de ficción, algunos de ellos
trasladados al cine, nos contaron historias de grupos humanos sometidos a
poderes absolutos de todo orden pero –al menos no recuerdo que lo haya- no hay
una que narre claramente una donde unos virus tengan a toda la población
mundial en vilo. Descartando que dichos virus sean armas de nueva generación
–como plantean cierta hipótesis de carácter conspirativo- estamos ante un
escenario ni siquiera imaginado. Quizás lo más cercano a esto sea la versión
cinematográfica de la obra de Meyling “El Golem” que, dicho sea de paso, no le
guarda mucho respeto al libro, pero la sensación de que Dios ha abandonado a
sus hijos es muy parecida a la presente.
Si una utopía se figura como un estado idealizado de la
convivencia entre iguales, las distopías avizoran distintas formas de poder que
arrebatan la dignidad a los seres y sometiéndolos a sus designios. Esto
provendría generalmente de fuerzas poderosas, unas veces producto de las
ideologías totalitarias, otras, de fuerzas externas: máquinas, extraterrestres,
ciertas formas de tecnología, etc.
La distopía político-ideológica por antonomasia es la del Gran Hermano, descrita por Geoge Orwel
en “1984”, de alguna manera vivida en Estados que cayeron en las garras del
“socialismo real” cuyos sistemas periclitaron ante el ansia de libertad,
inherente a los seres humanos.
Hay también música que nos remite a un mundo distópico como
el que describe el grupo King Crimson en la canción “El hombre esquizofrénico
del siglo XXI” (1969): “Neurocirujanos gritan por más en la puerta de la
paranoia”.
Menos recordada, probablemente, es la serie de TV de los
años 80, “Max Headroom” que propone la omnipotencia, hoy relativizada por las
nuevas tecnologías de la comunicación y la información, de la televisión, la
distopía de los medios de comunicación de masas.
Vigente hasta nuestros días, está toda la gama de series,
filmes y cuentos, alimentada desde los tiempos de la “guerra fría”, alrededor
del dominio sobre la especie humana que supuestamente ejercerían seres
provenientes del espacio en todas sus variantes. Con el creciente desarrollo de
la inteligencia artificial, surge la variante del poder ejercido por autómatas,
siempre en un ambiente de temor/terror de nuestros congéneres.
Pero esta distopía que nos toca afrontar, que suponemos
pasajera, tiene como protagonistas a elementos invisibles al ojo humano y ha
socavado los profundos cimientos sociales que nos sostenían hasta hace poco.
Una vez más, la capacidad resiliencia de la especie humana
está puesta a prueba. Esperemos estar a la altura de nuestros antecedentes para
fortalecer los lazos que nos unen.