Al observar la desfachatez con la que el régimen asume
sus fechorías, no puedo menos que preguntarme si su podredumbre la llevaba ya
en el origen de su ser político -antes aún de acceder al Gobierno- o es el
resultado de su prolongado ejercicio del poder –pérdida progresiva de la
vergüenza y de las formas-.
Estoy comenzando a inclinarme por la primera opción, en
el entendido de que si no lo llevas en los genes políticos, difícilmente has de
caer en tanta abyección. Buen esfuerzo ha debido significar para el régimen
aguantarse un tiempo de simulación de ciertas formas para, al cabo de unos
años, mostrarse tal como son: una pandilla de aventureros que, en nombre de los postergados,
se sostiene sobre la base de una generosa repartija de canonjías, a modo de
prebendas.
Aunque, de forma genérica, la mayoría de los vicios
desarrollados en el ejercicio del poder tienen relación con la corrupción, cada
una de sus manifestaciones tiene particularidades “operativas” que las
diferencian de otras.
Weber introdujo el concepto de “patrimonialismo” para
referirse al hecho de disponer de los bienes públicos –por parte de quienes
ejercer el poder- cual si se tratase de su propiedad privada; entre otras
cosas, la discrecionalidad en la otorgación de puestos burocráticos a sus
allegados –no necesariamente familiares- para la captura, con carácter de
beneficio privado, de espacios públicos. La “nomenclatura” gobernante se
apropia, discrecionalmente, de aquello –erario público incluido- que, en
derecho, es de administración transitoria mientras dure el mandato que la
sociedad le confiara. Tiempos demasiado prolongados en el usufructo del poder
estimulan la inclinación hacia en patrimonialismo al extremo de que quienes lo
practican comienzan a actuar como dueños del Estado. Por ello, uno de los principios esenciales de la democracia es la
alternancia.
Paralelamente al patrimonialismo, la oligarquización,
tendente a una extendida permanencia –atornillarse- en la “poderósfera”, consistente
en el establecimiento de un puñado de grupos –corporativos, familiares,
económicos- con el fin, precisamente, de reproducir el poder. Los intereses de
dicho(s) grupo(s) pasan a sobreponerse al interés colectivo.
El nepotismo, apenas una manera –no las más perniciosa-
de generar patrimonialismo y oligarquización (mediante redes familiares) es,
sin embargo, la más evidente, dada la recurrencia de ciertos patronímicos en la
administración pública. Que, técnicamente, se trate de la coincidencia de
miembros de la misma familia en una institución, no tiene mayor significación
cuando, por admisión o por denuncia, el aparato estatal está capturado por un
puñado de familias.
La información al uso nos da cuenta de diez familias –yo
creo que no están todas las que son, ni son todas las que están-. Malpensando, advierto
la omisión de las dos “familias reales”, potenciales dinastías –está por verse-
que asumen el Estado para sí mismas.
El sólo hecho de que se detecten clanes operando al
interior del régimen da cuenta de su carácter arbitrario, ocupado, antes que
del interés colectivo, del particular (extensible al de corporaciones y ciertos
agentes económicos afines al régimen) y determinado a conservar sus privilegios
“colocando”, de manera estratégica, a sus consanguíneos en espacios de
influencia distribuidos en los poderes del Estado.
El proyecto de poder encarnado por el régimen no es otro
que el del poder en sí mismo, para su propio beneficio y para condenar a quienes no comulgan con él. A los hechos me
remito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario