Seríamos tendenciosos si cargásemos las tintas de los intentos reeleccionistas y rereeleccionistas y rerereeleccionistas sobre las testas de los gobernantes adscritos al denominado “socialismo del siglo XXI” soslayando que al lado opuesto también se cuecen habas al respecto.
En 2010, Álvaro Uribe, presidente de Colombia por entonces y liberal de manual, estuvo tentado de prorrogarse más allá de lo que las leyes de su país lo permitían. Escogió el mecanismo del referéndum para tal propósito. Sin embargo, para llevarlo a efecto, el proyecto debía pasar a consulta en la Corte Constitucional –equivalente al Tribunal Constitucional Plurinacional de Bolivia-. De hecho, Uribe estaba culminando su segundo período constitucional y, enmarcado la Carta Magna colombiana, el órgano de control dictaminó que una segunda reelección socava los principios de la misma, agregando que, además, viola principios como la separación de poderes, la igualdad, la alternancia democrática y el sistema de pesos y contrapesos. La contundencia de esta sentencia persuadió a Uribe de hacer mutis por el foro y posibilitar la candidatura de su sucesor, el actual Presidente quien, a propósito, ejerce su segundo mandato consecutivo y sería muy honorable si no se le ocurriera repetir la grosería de su antecesor.
Estos días una situación aún más grosera está aconteciendo en Paraguay, donde un expresidente, actualmente Senador, destituido del cargo luego de un proceso de “impeachment”, y el Presidente conservador de ese país acordaron introducir la figura de la reelección en la Carta paraguaya, acción por la que hace algunos días se armó la de San Quintín en las inmediaciones del Congreso, en Asunción. Lo que han conseguido ambos políticos es que su ya deteriorada imagen se manche aún más.
Al final, parece ser que la motivación perpetuadora es independiente del signo ideológico de su portador y tiene que ver más con un mesianismo que lo lleva a asumirse como “el ungido” y a quien la gente debe rendir pleitesía, caso agradecerle que haya nacido. Inversamente, tenemos casos como el de Lula –hagamos abstracción de sus hechos de corrupción- quien a tiempo de acabar su segundo mandato estaba en la cúspide su popularidad y sin embargo ni siquiera sugirió la opción de hacerse reelegir, o el de Correa quien, más astutamente, difirió elegantemente sus ansias reeleccionistas, oficiando, en el camino, como el poder detrás de su delfín, Lenin.
Justamente sobre este particular es que el sacerdote afín al llamado “proceso de cambio” y crítico de sus operadores, Xavier Albó, ha exhortado a Evo Morales a sacarse molde de la solución ecuatoriana (“Evo puede aprender de Ecuador”, La Razón, 9 de abril) y no insistir en su rerereelección: “Una primera enseñanza para Evo y Álvaro es que pueden seguir vinculados al poder manteniéndose a un lado”, escribe el jesuita.
Otra descarga de fuego amigo la ha recibido Morales de parte del exembajador Jerjes Justiniano quien advierte que si éste consigue habilitarse para las elecciones de 2019 estaría poniendo en riesgo su propio liderazgo y poniendo en peligro al dichoso “proceso de cambio”: “No puede arriesgarse electoralmente, sencillamente porque un grupo de acólitos quiere seguir medrando del poder”, requinta el cruceño.
Tanto Albó como Justiniano son, en sus respectivos círculos, viejos lobos que han visto de todo en esta vida y sus admoniciones –difícilmente catalogables como “neoliberales” o “imperialistas”- provenientes del interior del régimen, suenan realmente preocupadas, pues más sabe el diablo por viejo que por diablo. Amén.
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