Antes de que las hordas del régimen descarguen su consabida artillería descalificadora –“racista”, “agente de la CIA”, “vendepatria”, “cartelero de la mentira”, etc.- contra el autor de estas líneas, voy a curarme en salud: no hago otra cosa que emplear los mismos términos que el señor Juan Evo Morales Ayma usó para referirse a otros ciudadanos con objeto de sacárselos de encima cuando se le cruzaron en el camino. “Delincuente confeso” por aquí, “delincuente confeso” por allá, fue el sonsonete que se le pegó durante una temporada. Posiblemente alguien mencionó tal cosa, al susodicho le gustó y comenzó a repetirla a discreción, sin reparar en el alcance semántico, stricto sensu, de la muletilla. Mi lógica es: Si el caballero se ha referido de tal manera a ciertas personas, ¿por qué no puede este ciudadano referirse al caballero en los mismos términos, máxime si aplicados a éste se cumplen a cabalidad?
Me explico. Para que alguien pueda ser catalogado como, por ejemplo, “acosador confeso” tiene que haber una admisión explícita, en primera persona, de un hecho de acoso cometido por tal sujeto –digamos, “desde hace cinco meses, vengo asediando sexualmente a la señorita X”. Hay, también, formas más sutiles de hacerlo: con rodeos (“no soy acosador, pero...”), mediante preguntas (“¿acaso no me vieron perseguirla a toda hora?”), o utilizando amenazas veladas. En síntesis, es necesaria una confesión.
Cuando don Juan Evo tilda como delincuentes confesos a quienes señala como tales, lo hace de manera retórica puesto que nadie ha escuchado que los aludidos se hayan autoinculpado de la comisión de algún delito –caso contrario, las autoridades judiciales ya habría procedido a aprehenderlos (aunque no se hallan lejos de ello, pero por otras razones)-. Si mañana aparece alguien confesando que asaltó una remesa de la Universidad de San Simón (dado que, de pronto, le vino un remordimiento de conciencia) lo menos que puede hacer la autoridad es arrestarlo como sospechoso del ilícito –preventivamente-.
Así, llegamos al convencimiento de que a quien mejor le calza aquello de “delincuente confeso” es a Su Excelencia, dado que en su caso sí existe una confesión –incluso más de una- que lo involucra en la comisión de hechos ilícitos.
Un primer antecedente –dejando de lado el trillado “yo le meto nomás”-, una confesión más o menos explícita fue “Recordarán ustedes el año 1997, los movimientos sociales me plantearon la candidatura a la presidencia de la república… Acepté porque había un congreso…especialmente el movimiento indígena originaria, era en Potosí. Después de aceptar, retornando de Potosí a Cochabamba, me arrepentí y pensé como un narcotraficante, un asesino, podía ser presidente…” (sic)
Pero el certificado de confesión llegó este 15 de diciembre. “Si vamos a estar toda la vida sometidos a la ley, no se puede hacer casi nada”; a confesión de parte… La por demás clara admisión presidencial de su delincuencial accionar es aún más alucinante considerando que, al menos desde 2009, Morales gobierna con sus propias leyes –CPE incluida-. ¿Le incomodan sus propias normas? ¿No juró, acaso, cumplir y hacerlas cumplir? ¿Qué clase de delincuente tenemos como Presidente?
Por provenir de quien provienen, dichas confesiones pueden tener devastadoras consecuencias sobre la pedagogía de la democracia al colocarnos más cerca del estado de naturaleza que del Estado de derecho –cuya versión en inglés, Rule of law (Imperio de la ley) es más contundente-. Son una licencia para matar.
En un Estado de derecho, Morales Ayma tendría que ser detenido con fines investigativos, como el delincuente confeso que es. Las autoridades judiciales tienen la palabra.