Como usted sabe, quien escribe sostiene que el régimen perdió, hace tiempo, el alma (su capital simbólico) lo que, sin embargo, no le impide deambular como ebrio entre la bruma.
En tal condición, tanto sus acciones como las declaraciones de sus operadores son cada vez más atrabiliarias. El tufo dictatorial que rezuma en cada una de ellas es tan notorio que es muy probable que le pase factura a su físico (su capital político) prontamente.
Desde que, mucho tiempo atrás, comenzó a apagarse –y este año se ha portado particularmente cruel con éste- el régimen ha adoptado un comportamiento similar al de una enana blanca, es decir de una estrella en decadencia terminal: extremadamente caliente aunque sin brillo alguno (prácticamente apagada), pero que en su agonía aún puede calcinar a quien ose acercársele demasiado.
Y en su siempre mañoso proceder ha incluido en su repertorio persecutorio su versión –“plurinominal”, podríamos llamarla- de una institución jurídica del medio Evo: las ordalías; esos juicios que, en su fase probatoria, incluían absurdas maneras de probar inocencia tales como la sujeción de barras de fierro candentes, la introducción de las manos del acusado en brasas ardientes, la caminata entre hogueras o la sumersión de la cabeza durante prolongado tiempo en una tina con agua. Obviamente, ante tales torturas, el imputado acababa declarándose culpable e implorando clemencia –si es que llegaba a sobrevivir-.
El régimen, despiadado y ducho en materia de perseguir y judicializar la política, ha ido perfeccionando métodos algo más sutiles pero no menos crueles para despachar a los opositores a las celdas del terrible sistema penitenciario a su cargo. Los presos políticos se cuentan por decenas –Leopoldo Fernández y Eduardo León, probablemente los más emblemáticos- y varios candidatos a correr tal suerte se encuentran en lista de espera.
Las últimas dos semanas le ha tocado el turno a Samuel Doria Medina (todavía no doy pie en bola con el criterio que sigue el régimen para determinar a quién le jode la vida en determinado momento); el caso es que ahora es el turno es del líder de Unidad Nacional y, para ello, el régimen ha fabricado una batería de supuestos delitos sorprendente: sólo falta el de descuartizar en serie, con lo que tendríamos a un verdadero monstruo como accionista mayoritario de “Los Tajibos”.
Pero las condiciones objetivas (e incluso la subjetivas) –en términos marxistas- para continuar con sus fechorías ya no son las mismas que, por ejemplo, para el caso de Fernández. Hoy, la comunidad internacional ya no está encandilada con el cuento del “primer indígena…” y tiene claro con qué tipo de régimen está tratando, lo que lo encoleriza más aún.
Una explicación plausible a toda esta andanada autoritaria podría ser el intento de desviar la atención de la opinión pública de los recientes –paupérrimos- indicadores que dejan muy mal parado al Estado plurinominal –sigo manteniendo la nomenclatura de la papeleta electoral con la que fue elegido Morales la pasada elección general- en materias de corrupción (subcampeón, entre 138 países estudiados por el Foro Económico Mundial para su Índice Global de Competitividad) competitividad (puesto 121 entre 138 en el mismo informe), balanza comercial (835 millones de dólares de déficit comercial entre enero y septiembre del 2016) y la sostenida caída de las reservas internacionales netas (ahora por debajo de los once mil millones de dólares).
Retomando el modo en el que el régimen se ha farreado la bonanza (“con pies de barro”, como la llamo) y sus efectos traducidos en borrachera de poder, podría decirse que el régimen se está comenzando a ahogar en su propio vómito.
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