En una entrevista que le hizo a Evo Morales –“Ventana”,
La Razón, 2 de febrero de 1997- la laureada escritora María de los Ángeles
Baudoin le preguntó al entonces (y hasta la fecha) dirigente cocalero -“¿Eres
egocéntrico?”, a lo que éste respondió con otra pregunta –“¿Qué es eso?”;
Baudoin le señala “Es un hombre que se considera el centro del universo…”. Una
vez enterado del significado del término, el actual Presidente replica “Sí, es
un vicio…”. Pasada más de una década, el egocentrismo, admitido
abiertamente por el propio Morales, ha devenido en megalomanía.
“¿Qué es megalomanía?”, imagino al susodicho preguntando
mientras le leen esta columna. Le explico, señor Morales: es la sobreestimación
delirante, una patología, en la que el sujeto –usted, para el caso- se asume
omnipotente, la mayor parte de las veces sin fundamento real alguno. Agregaría
que, además, este desorden se eleva al infinito cuando quienes rodean a tal
persona –usted, para el caso- dan cuerda a dicho delirio.
Suficiente con ver y escuchar toda la parafernalia que se
ha venido construyendo para satisfacer su megalomanía –Un adefesio en pleno
centro histórico de la Sede del Gobierno para lo cual se demolió un inmueble
patrimonial, un museo obsceno para culto a la personalidad, un grotesco himno
sobre las hazañas del magnífico cocalero, una historieta sobre el prodigioso
niño de Orinoca y un proyecto de poemario para loor eterno de su excelentísima
majestad, ¡todo a pedir de boca!- para darse cuenta de que la fase superior,
para hablar en términos marxistas, del egocentrismo había sido la megalomanía.
Lo absurdo del tema, porque no se corresponde con la
realidad, es que las manifestaciones de megalomanía del Supremo, cada vez más
groseras, se están dando de manera inversamente proporcional al nivel de
credibilidad, cada vez más bajo, del sujeto en cuestión.
Paradójicamente, tanto las acciones como las
declaraciones que inflan su delirio de grandeza ocurren en mayor grado cuando
el resultado de la consulta popular del 21 de febrero ha puesto coto su afán de
perpetuarse en el poder.
De no ocurrir cosas raras, al megalómano de marras le
queda algo menos de 1.300 días para irse a su chaco –como él mismo ha anunciado-.
Entonces –ceteris paribus- al sistema político le queda aproximadamente 1.000
días (considerando que las elecciones generales fueran en octubre de 2019) para
configurar el nuevo escenario con miras al período 2020-2025.
Estos mil días son cruciales tanto para el MAS como para
la oposición. El primero sigue anonadado y sabe que si su comodín, al que ya
quemó en el referendo, tiene su futuro seriamente comprometido –y no solo
porque perdería el poder, sino porque, aunque tomó el recaudo de acomodar a sus
operadores en todas la instituciones judiciales y de control, tendrá que dar
cuenta de sus tropelías de más de una década-. El panorama no es menos
complicado para la oposición que ha visto la ausencia de Morales como una
oportunidad para ir por cuerda separada –e incluso para la creación de partidos
o para reaparición de otros que andaban agazapados-.
Mil días tiene el MAS para desempeñar un honroso papel en
las próximas elecciones y mil días tiene la oposición para converger en un
proyecto que evite una posible segunda vuelta. No hay que olvidar que, dadas
las reglas vigentes, hay una asimétrica e injusta distribución de escaños que
sobrerrepresenta al área rural donde el MAS tiene un voto duro. El mejor
escenario para el declinante régimen es una oposición dispersa.
Mientras las altas cúspides políticas están perplejas y
las bases sociales no salen de su modorra, toca al centro político y ciudadano
mover el avispero para recuperar la democracia de manos de sus raptores.
¡Tenemos mil días para hacerlo!
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