miércoles, 20 de julio de 2016

Sin título



Amable lector(a): si está usted suponiendo que el tema de esta columna es la carencia de título del que ya sabemos, permítame defraudarlo. Sobre el particular ya me pronuncié en una anterior entrega señalando que el problema no es el no tenerlo –condición muy extendida-. El problema fraguar documentación para pasar como titulado al grado de filiarse como “licenciado” en la cédula de identidad –y encima, echar la culpa de ello a subalternos del sistema de identificación-.

Salvado este detalle, se me ha ocurrido jugar con el título para graficar de alguna manera las trampas del lenguaje que, adecuadamente empleadas, se pueden prestar a los más aventurados análisis lógico-semánticos. Y porque algo de ello hay en ciertas citas –veremos algunas de ellas- proferidas por ciertos operadores del régimen.

A ver, ¿cómo se llama esta entrega de la columna? “Sin título”. ¡Ajá!, o sea que no tiene nombre. No, ¡lo tiene! Y éste es precisamente “Sin título”. Por eso… no tiene nombre. Y así sucesivamente…Nos encontramos en una suerte de regreso infinito o bien en un círculo lógico a la manera del trilema de Münchhausen.

Cosa similares, más bien paradojas lingüísticas, se han estado escuchando  de los anteriormente aludidos. Declaraciones que, por su inconsistencia, parecerían reflejar el agotamiento discursivo del régimen. Por esta misma razón un nombre alternativo de estas líneas sería “No hay palabras”, al no haber ya términos para caracterizar la chapuza gubernamental. Esta decadencia del poder, en sus expresiones, puede admitir, desde el lado del observador, la calidad de inefabilidad. He sometido, como decía, algunas de ellas a la prueba de consistencia.

Comencemos con un par de cosas del mismísimo jefazo quien, con la misma soltura ha afirmado que tuvo un hijo (que murió) con su exnovia platinada y que tal niño nunca existió (lo atribuyó a un engaño). Sin entrar en otras consideraciones –un certificado de nacimiento firmado por SE, por ejemplo- hasta podríamos aceptar como entendible que una arpía hubiera timado al tonto más poderoso del país. El asunto, sin embargo, se complica cuando, hablando en tercera persona de sí mismo –inequívoca señal de megalomía- dice que eso es prueba de que “El Evo nunca miente” y aunque tenemos memoria de varios embustes, de variado calibre, suyos, en este particular caso, cualquiera que sea la premisa verdadera, la otra, necesariamente, es falsa, así sea con los matices entreparentados. Ergo, Evo miente. Hay un ejercicio simpático con la enunciación “Todos lo cretenses siempre mienten”, dicho por Epímedes, cretense, a la sazón. 

Otra declaración grosera del Supremo ocurrió cuando anunciaba el retiro del ominoso cerco de la plaza Murillo, tachando como “golpistas” a los marchistas del TIPNIS y los -¡por favor!- a los ciudadanos con discapacidad. Más reciente es su ocurrencia de derivar la solicitud –clamor ciudadano- de amnistía para los presos políticos, los exiliados y los perseguidos por el régimen (nótese que no entrecomillo los adjetivos) a la justicia. Mayúsculo disparate y no, en este caso, porque tal justicia sea un apéndice del Ejecutivo, sino porque la amnistía es un recurso extremo cuyo decreto o no está en manos del Jefe de Estado.

Más obscenas aún han sido las expresiones del señor Quintana respecto de los ciudadanos con discapacidad, indicando que la percepción de una renta les afectaría en su dignidad. Aplicando este quintanesco criterio, tenemos que cada vez que un escolar, una mujer gestante o un anciano reciben sus correspondientes bonos pierden dignidad. ¿Golpear, encarcelar  y lanzar chorros de agua fría a los menos favorecidos los hace dignos, entonces?, pregunto…
PD: Si se le ocurre otro título para esta columna “sin título”, hágamelo llegar a pukareyesvilla@gmail.com Gracias.

martes, 5 de julio de 2016

Mil días

En una entrevista que le hizo a Evo Morales –“Ventana”, La Razón, 2 de febrero de 1997- la laureada escritora María de los Ángeles Baudoin le preguntó al entonces (y hasta la fecha) dirigente cocalero -“¿Eres egocéntrico?”, a lo que éste respondió con otra pregunta –“¿Qué es eso?”; Baudoin le señala “Es un hombre que se considera el centro del universo…”. Una vez enterado del significado del término, el actual Presidente replica “Sí, es un vicio…”. Pasada más de una década, el egocentrismo, admitido abiertamente por el propio Morales, ha devenido en megalomanía.

“¿Qué es megalomanía?”, imagino al susodicho preguntando mientras le leen esta columna. Le explico, señor Morales: es la sobreestimación delirante, una patología, en la que el sujeto –usted, para el caso- se asume omnipotente, la mayor parte de las veces sin fundamento real alguno. Agregaría que, además, este desorden se eleva al infinito cuando quienes rodean a tal persona –usted, para el caso- dan cuerda a dicho delirio.

Suficiente con ver y escuchar toda la parafernalia que se ha venido construyendo para satisfacer su megalomanía –Un adefesio en pleno centro histórico de la Sede del Gobierno para lo cual se demolió un inmueble patrimonial, un museo obsceno para culto a la personalidad, un grotesco himno sobre las hazañas del magnífico cocalero, una historieta sobre el prodigioso niño de Orinoca y un proyecto de poemario para loor eterno de su excelentísima majestad, ¡todo a pedir de boca!- para darse cuenta de que la fase superior, para hablar en términos marxistas, del egocentrismo había sido la megalomanía.

Lo absurdo del tema, porque no se corresponde con la realidad, es que las manifestaciones de megalomanía del Supremo, cada vez más groseras, se están dando de manera inversamente proporcional al nivel de credibilidad, cada vez más bajo, del sujeto en cuestión.

Paradójicamente, tanto las acciones como las declaraciones que inflan su delirio de grandeza ocurren en mayor grado cuando el resultado de la consulta popular del 21 de febrero ha puesto coto su afán de perpetuarse en el poder.

De no ocurrir cosas raras, al megalómano de marras le queda algo menos de 1.300 días para irse a su chaco –como él mismo ha anunciado-. Entonces –ceteris paribus- al sistema político le queda aproximadamente 1.000 días (considerando que las elecciones generales fueran en octubre de 2019) para configurar el nuevo escenario con miras al período 2020-2025.

Estos mil días son cruciales tanto para el MAS como para la oposición. El primero sigue anonadado y sabe que si su comodín, al que ya quemó en el referendo, tiene su futuro seriamente comprometido –y no solo porque perdería el poder, sino porque, aunque tomó el recaudo de acomodar a sus operadores en todas la instituciones judiciales y de control, tendrá que dar cuenta de sus tropelías de más de una década-. El panorama no es menos complicado para la oposición que ha visto la ausencia de Morales como una oportunidad para ir por cuerda separada –e incluso para la creación de partidos o para reaparición de otros que andaban agazapados-.

Mil días tiene el MAS para desempeñar un honroso papel en las próximas elecciones y mil días tiene la oposición para converger en un proyecto que evite una posible segunda vuelta. No hay que olvidar que, dadas las reglas vigentes, hay una asimétrica e injusta distribución de escaños que sobrerrepresenta al área rural donde el MAS tiene un voto duro. El mejor escenario para el declinante régimen es una oposición dispersa.

Mientras las altas cúspides políticas están perplejas y las bases sociales no salen de su modorra, toca al centro político y ciudadano mover el avispero para recuperar la democracia de manos de sus raptores. ¡Tenemos mil días para hacerlo!